martes, 18 de octubre de 2016

UN HOMENAJE A LA ALEGRÍA DE PARÍS.

Con sus flores, mercados y elegante moda, París es una verdadera fiesta. Despierto en París, luego de un domingo de andar de a pie, sabiendo que la ciudad está desvelada y alerta, comienza otra semana de gloria para deleitar mis días de descanso. A París se le hace el amor caminando, siguiendo sus curvas, es fácil acariciarla con los ojos, sentir su aliento de mujer deliciosa. Me dijo buen día mientras se ponía unas medias largas y finitas en el borde de la cama. Unos minutos antes había escuchado cómo se lavaba la cara. Su ir de aguas, pequeño y encantador, suena siempre como el comienzo del adagio de la quinta de Mahler. Caminó por el cuarto desnuda buscando algo, sus reflejos en los espejos de penumbras parecían presagios de las mil y una noches. El piso estaba lleno de libros y revistas del día anterior, en mi mesa de noche, vasos y diccionarios; el de símbolos, de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, y el de los dioses griegos, de Graves. Los símbolos son a la vida los emblemas del arraigo y lo posible. Sobre la silla Luis XV, su vestido de organza negro reposa con la calidez de nuestra cena pasada, entre caracoles y cigalas, entre sorbos pequeños del Château Ausone que ponderó el decoro anciano de Pommerol mientras compartíamos sobre el final un chateaubriand béarnaise, con pommes frites. París, vana e intelectual, es un homenaje a la alegría con sus flores, mercados y elegante moda. Aquí reside la Maison Lesage de broderie y cada destello de la historia de la moda, donde los botones se cosen a mano, como también dobladillos, ojales y pasamanerías. Aguja, dedal, tijera y tradición. La ciudad es un festejo a gran escala con las lejanas y antiguas raíces de la arquitectura, ingeniería de puentes y palacios que estremecen el alma. El cuarto del hotel tiene una ventana muy grande que da a un patio lleno de enredaderas, decenas de toldos colorados sobre el verde lustroso me hacen pensar en un cuadro de Matisse. Las cortinas y las hojas de la ventana están abiertas de par en par. Escucho la bañadera llenándose. Me sumerjo, pero antes llevo un sillón para ella, me encanta hablar mientras me baño, tengo una jarra enorme de café, amargo, fecundo. Abro la enorme ventana del baño encima de la tina y veo desde el agua, otra vez, los toldos y enredaderas repetirse decenas de veces hasta el cielo azul. En ese contorno final, tímidamente, se asoma apenas la torre Eiffel. Salimos caminando por la avenida Montaigne hasta el Pont de l'Alma, donde el Sena, turbulento y elemental, parece cuidar todavía las estelas de los temerarios barcos vikingos. Ahora tan sólo amantes y motocicletas Vespa lo recorren, buscando destinos más modernos entre bocinas, auriculares y las chatas cargueras que embarcan arena. El destino es la rue de Varenne, que alberga el museo Rodin. Allí una mañana entera, otra vez, no alcanzará para revisar los rasgos de este artista implacable, que residen en guarda entre los jardines geométricos y el palacio que aún conserva sus vidrios viscosos y antiguos. Son quizá sus obras dedicadas a las manos las que me hacen ir, durante la visita, una y otra vez al piso superior para admirarlas. Sólo un hombre que amó profundamente entre infiernos puede haber logrado esa delicadeza extrema. Aquellas manos cobijan silencio, que es el más bello de los bienes humanos. Luego, desandamos calles por Saint-Germain-des-Pres, hasta el Café de Flore, donde un tardío almuerzo de huevos à la coque y steak tartare nos dejan finalmente en la librería La Hune. Allí reviso la colección de literatura de La Pléiade que atesoro en mi biblioteca de poesía en Uruguay. París, París, París... La vida fue otra luego de residir en ella. Fue allí donde comprendí el verdadero valor, dimensión y arraigo del sur de América.

Francis Mallmann

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