El camino del sable como una manera de vivir, sentir, proceder y actuar
Parecía sacado de la película El último Samurái, o tal vez transportado a la época del shogunato japonés. Por otro lado, pensaba si mi iniciativa no me quedaba "grande" porque, como saben, no soy muy dúctil a la hora de realizar estas actividades. Hay un dicho que reza: Cuando estés en Roma, haz como los romanos. Creo que había llevado las cosas un poco más lejos. Japón, como ya lo hemos charlado, es un lugar de cientos de tradiciones que se perpetúan en el tiempo y algunas de ellas tienen que ver con las artes marciales. Era un honor tener la oportunidad de participar de una de las clases más prestigiosas de uno de los deportes y artes más mentados del país del sol naciente: el Kendo. El camino del sable, tal cual la traducción de Kendo a nuestro idioma, no sólo es un arte marcial que se realiza, en su práctica, con un sable de bambú llamado shinai, sino que también refleja la manera de vivir, sentir, proceder y actuar de aquellos que lo practican. La invitación me había llegado un par de días antes y, si bien ya había tenido la chance de ver distintas disciplinas marciales japonesas, entre ellas el sumo, de ahí a practicarlas había un gran trecho. Pero, como siempre, esa partícula curiosa que habita en mí me hizo reflexionar y terminé aceptando. El reto comenzó a primera hora de la mañana, cuando trataba de ingresar a los atestados vagones del subterráneo nipón junto a Katsuo. Ya era una hazaña, o por lo menos así lo veía yo, estar en camino, ya que la puntualidad es una de las formas más importantes de mostrar respeto. Si perdíamos el tren, hubiéramos casi quedado deshonrados ante nuestros anfitriones, que habían aceptado noblemente mi presencia en su recinto sagrado. Les puedo asegurar que esto es lo que era el dojo, o lugar donde se practica la Vía (camino). En el espectacular edificio del siglo XIX, donde estaba ingresando, iba a ser parte de la tradición y costumbres del país. Mientras me llevaban a vestirme con el kendogi y hakama (la chaqueta de algodón gruesa y los anchos pantalones) vi en los muros los retratos de cada uno de los sensei o maestros que habían liderado el dojo y, en cada rincón, antiguos bogu o armaduras que habían pertenecido a eximios kendokas, saludaban mi paso. Una vez vestido, me dirigí hacia el tatami. Allí conocería las Cinco virtudes de la espada: Justicia, Honor, Valentía, Cortesía y Humildad. Sentado de rodillas junto a una docena de pupilos y junto a Katsuo, que gentilmente me traducía en voz baja las instrucciones, me inicié en el camino. Después de las salutaciones de rigor, tomé el shinai en mis manos y comencé con los movimientos básicos, repitiendo lo que hacían mis compañeros. Incluso con tan simples katas o secuencias de movimientos empezaba a cubrirme de sudor, tratando de realizar todo con precisión. La clase fue avanzando y empecé a tomar confianza. Cuarenta minutos y ya creía que era un consumado espadachín, hasta que llegó el golpe de realidad. Tenía enfrente al sensei, que me miraba de arriba a abajo con (tal vez) una de las miradas más penetrantes que he recibido en mi vida. Levantó su shinai, se puso en guardia y procedió a cantarme uno tras otro los movimientos. Mientras chocaban los sables de bambú la velocidad aumentó de una manera fulminante y sentí a los pocos segundos un golpe seco y rápido en la muñeca. Un poco dolorido vi mi shinai en el piso y alcé la vista hacia el sensei. Levantó su shinai hizo una respetuosa reverencia, de la cual yo no era merecedor, y con una ya más amigable mirada me indicó el sable y me invitó a seguir practicando. Había recibido un baño de una de las virtudes: Humildad.
Nota de Iván de Pineda, ( conductor del programa viajando por el mundo decanal 13).
(Procesado por Jorge Luis Icardi...)
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