Ahora van a ver quién soy yo, se dijo, con su nuevo vozarrón de hombre,
muchos años después de que viera por primera vez el trasatlántico inmenso, sin
luces v sin ruidos, que una noche pasó frente al pueblo como un gran palacio
deshabitado, más largo que todo el pueblo y mucho más alto que la torre de su
iglesia, y siguió navegando en tinieblas hacia la ciudad colonial fortificada
contra los bucaneros al otro lado de la bahía, con su antiguo puerto negrero y
el faro giratorio cuyas lúgubres aspas de luz, cada quince segundos,
transfiguraban el pueblo en un campamento lunar de casas fosforescentes y
calles de desiertos volcánicos, y aunque él era entonces un niño sin vozarrón
de hombre pero con permiso de su madre para escuchar hasta muy tarde en la
playa las arpas nocturnas del viento, aún podía recordar como si lo estuviera
viendo que el transatlántico desaparecía cuando la luz del faro le daba en el
flanco y volvía a aparecer cuando la luz acababa de pasar, de modo que era un
buque intermitente que iba apareciendo y desapareciendo hacia la entrada de la
bahía, buscando con tanteos de sonámbulo las boyas que señalaban el canal del
puerto, hasta que algo debió fallar en sus agujas de orientación, porque derivó
hacia los escollos, tropezó, saltó en pedazos y se hundió sin un solo ruido,
aunque semejante encontronazo con los arrecifes era para producir un fragor de
hierros y una explosión de máquinas que helaran de pavor a los dragones más
dormidos en la selva prehistórica que empezaba en las últimas calles de la
ciudad y terminaba en el otro lado del mundo, así que él mismo creyó que era un
sueño, sobre todo al día siguiente, cuando vio el acuario radiante de la bahía,
el desorden de colores de las barracas de los negros en las colinas del puerto,
las goletas de los contrabandistas de las Guayanas recibiendo su cargamento de
loros inocentes con el buche lleno de diamantes, pensó, me dormí contando las
estrellas y soñé con ese barco enorme, claro, quedó tan convencido que no se lo
contó a nadie ni volvió a acordarse de la visión hasta la misma noche del marzo
siguiente, cuando andaba buscando celajes de delfines en el mar y lo que
encontró fue el trasatlántico ilusorio, sombrío, intermitente, con el mismo
destino equivocado de la primera vez, sólo que él estaba entonces tan seguro de
estar despierto que corrió a contárselo a su madre, y ella pasó tres semanas
gimiendo de desilusión, porque se te está pudriendo el seso de tanto andar al
revés, durmiendo de día y aventurando de noche como la gente de mala vida, y
como tuvo que ir a la ciudad por esos días en busca de algo cómodo en que
sentarse a pensar en el marido muerto, pues a su mecedor se le habían gastado
las balanzas en once años de viudez, aprovechó la ocasión para pedirle al
hombre del bote que se fuera por los arrecifes de modo que el hijo pudiera ver
lo que en efecto vio en la vidriera del mar, los amores de las mantarayas en
primaveras de esponjas, los pargos rosados y las corvinas azules zambulléndose
en los pozos de aguas más tiernas que había dentro de las aguas, y hasta las
cabelleras errantes de los ahogados de algún naufragio colonial, pero ni
rastros de trasatlánticos hundidos ni qué niño muerto, y sin embargo, él siguió
tan emperrado que su madre prometió acompañarlo en la vigilia del marzo
próximo, seguro, sin saber que ya lo único seguro que había en su porvenir era
una poltrona de los tiempos de Francis Drake que compró en un remate de turcos,
en la cual se sentó a descansar aquella misma noche, suspirando, mi pobre
Holofernes, si vieras lo bien que se piensa en ti sobre estos forros de
terciopelo y con estos brocados de catafalco de reina, pero mientras más
evocaba al marido muerto más le borboritaba y se le volvía de chocolate la
sangre en el corazón, como si en vez de estar sentada estuviera corriendo,
empapada de escalofríos y con la respiración llena de tierra, hasta que él
volvió en la madrugada y la encontró muerta en la poltrona, todavía caliente
pero ya medio podrida como los picados de culebra, lo mismo que les ocurrió
después a otras cuatro señoras, antes de que tiraran en el mar la poltrona
asesina, muy lejos, donde no le hicieran mal a nadie, pues la habían usado
tanto a través de los siglos que se le había gastado la facultad de producir
descanso, de modo que él tuvo que acostumbrarse a su miserable rutina de
huérfano, señalado por todos como el hijo de la viuda que llevó al pueblo el
trono de la desgracia, viviendo no tanto de la caridad pública como del pescado
que se robaba en los botes, mientras la voz se le iba volviendo de bramante y
sin acordarse más de sus visiones de antaño hasta otra noche de marzo en que
miró por casualidad hacia el mar, y de pronto, madre mía, ahí está, la
descomunal ballena de amianto, la bestia berraca, vengan a verlo, gritaba
enloquecido, vengan a verlo, promoviendo tal alboroto de ladridos de perros y
pánicos de mujer, que hasta los hombres más viejos se acordaron de los espantos
de sus bisabuelos y se metieron debajo de la cama creyendo que había vuelto
William Dampier, pero los que se echaron a la calle no se tomaron el trabajo de
ver el aparato inverosímil que en aquel instante volvía a perder el oriente y
se desbarataba en el desastre anual, sino que lo contramataron a golpes y lo
dejaron tan mal torcido que entonces fue cuando él se dijo, babeando de rabia,
ahora van a ver quién soy yo, pero se cuidó de no compartir con nadie su
determinación sino que pasó el año entero con la idea fija, ahora van a ver
quién soy yo, esperando que fuera otra vez la víspera de las apariciones para
hacer lo que hizo, ya está, se robó un bote, atravesó la bahía y pasó la tarde
esperando su hora grande en los vericuetos del puerto negrero, entre la
salsamuera humana del Caribe, pero tan absorto en su aventura que no se detuvo
como siempre frente a las tiendas de los hindúes a ver los mandarines de marfil
tallados en el colmillo entero del elefante, ni se burló de los negros
holandeses en sus velocípedos ortopédicos, ni se asustó como otras veces con
los malayos de piel de cobra que le habían dado la vuelta al mundo cautivados por
la quimera de una fonda secreta donde vendían filetes de brasileras al carbón,
porque no se dio cuenta de nada mientras la noche no se le vino encima con todo
el peso de las estrellas y la selva exhaló una fragancia dulce de gardenias y
salamandras podridas, y ya estaba él remando en el bote robado hacia la entrada
de la bahía, con la lámpara apagada para no alborotar a los policías del
resguardo, idealizado cada quince segundos por el aletazo verde del faro y otra
vez vuelto humano por la oscuridad, sabiendo que andaba cerca de las boyas que
señalaban el canal del puerto no sólo porque viera cada vez más intenso su
fulgor opresivo sino porque la respiración del agua se iba volviendo triste, y
así remaba tan ensimismado que no supo de dónde le llegó de pronto un pavoroso
aliento de tiburón ni por qué la noche se hizo densa como si las estrellas se
hubieran muerto de repente, y era que el trasatlántico estaba allí con todo su
tamaño inconcebible, madre, más grande que cualquier otra cosa grande en el
mundo y más oscuro que cualquier otra cosa oscura de la tierra o del agua,
trescientas mil toneladas de olor de tiburón pasando tan cerca del bote que él
podía ver las costuras del precipicio de acero, sin una sola luz en los
infinitos Ojos de buey, sin un suspiro en las máquinas, sin un alma, y llevando
consigo su propio ámbito de silencio, su propio cielo vacío, su propio aire
muerto, su tiempo parado, su mar errante en el que flotaba un mundo entero de
animales ahogados, y de pronto todo aquello desapareció con el lamparazo del
faro y por un instante volvió a ser el Caribe diáfano, la noche de marzo, el
aire cotidiano de los pelícanos, de modo que él se quedó solo entre las boyas,
sin saber qué hacer, preguntándose asombrado si de veras no estaría soñando
despierto, no sólo ahora sino también las otras veces, pero apenas acababa de
preguntárselo cuando un soplo de misterio fue apagando las boyas desde la
primera hasta la última, así que cuando pasó la claridad del faro el
trasatlántico volvió a aparecer v ya tenía las brújulas extraviadas, acaso sin
saber siquiera en qué lugar de la mar océana se encontraba, buscando a tientas
el canal invisible pero en realidad derivando hacia los escollos, hasta que él
tuvo la revelación abrumadora de que aquel percance de las boyas era la última
clave del encantamiento, v encendió la lámpara del bote, una mínima lucecita
roja que no tenía por qué alarmar a nadie en los minaretes del resguardo, pero
que debió ser para el piloto como un sol oriental, porque gracias a ella el trasatlántico
corrigió su horizonte y entró por la puerta grande del canal en una maniobra de
resurrección feliz, y entonces todas sus luces se encendieron al mismo tiempo,
las calderas volvieron a resollar, se prendieron las estrellas en su cielo y
los cadáveres de los animales se fueron al fondo, y había un estrépito de
platos y una fragancia de salsa de laurel en las cocinas, y se oía el
bombardino de la orquesta en las cubiertas de luna y el tumtum de las arterias
de los enamorados de altamar en la penumbra de los camarotes, pero él llevaba
todavía tanta rabia atrasada que no se dejó aturdir por la emoción ni
amedrentar por el prodigio, sino que se dijo con más decisión que nunca que
ahora van a ver quién soy yo, carajo, ahora lo van a ver, y en vez de hacerse a
un lado para que no lo embistiera aquella máquina colosal empezó a remar
delante de ella, porque ahora sí van a saber quién soy yo, v siguió orientando
el buque con la lámpara hasta que estuvo tan seguro de su obediencia que lo
obligó a descorregir de nuevo el rumbo de los muelles, lo sacó del canal
invisible y se lo llevó de cabestro como si fuera un cordero de mar hacia las
luces del pueblo dormido, un barco vivo e invulnerable a los haces del faro que
ahora no lo invisibilizaban sino que lo volvían de aluminio cada quince
segundos, y allá empezaban a definirse las cruces de la iglesia, la miseria de
las casas, la Ilusión, y todavía el trasatlántico iba detrás de él, siguiéndolo
con todo lo que llevaba dentro su capitán dormido del lado del corazón, los
toros de lidia en la nieve de sus despensas, el enfermo solitario en su
hospital, el agua huérfana de sus cisternas, el piloto irredento que debió
confundir los farallones con los muelles porque en aquel instante reventó el
bramido descomunal de la sirena, una vez, y él quedó ensopado por el aguacero
de vapor que le cayó encima, otra vez, y el bote ajeno estuvo a punto de
zozobrar, y otra vez, pero ya era demasiado tarde, porque ahí estaban los
caracoles de la orilla, las piedras de la calle, las puertas de los incrédulos,
el pueblo entero iluminado por las mismas luces del trasatlántico despavorido,
v él apenas tuvo tiempo de apartarse para darle paso al cataclismo, gritando en
medio de la conmoción, ahí lo tienen, cabrones, un segundo antes de que el tremendo
casco de acero descuartizara la tierra y se oyera el estropicio nítido de las
noventa mil quinientas copas de champaña que se rompieron una tras otra desde
la proa hasta la popa, v entonces se hizo la luz, y ya no fue más la madrugada
d e marzo sino el medio día de un miércoles radiante, y él pudo darse el gusto
de ver a los incrédulos contemplando con la boca abierta el trasatlántico más
grande de este mundo y del otro encallado frente a la iglesia, más blanco que
todo, veinte veces más alto que la torre y como noventa y siete veces más largo
que el pueblo, con el nombre grabado en letras de hierro, balalcsillag, y todavía chorreando por sus flancos las aguas
antiguas y lánguidas de los mares de la muerte.
Gabriel García Márquez