De Katmandú a Pokhara, una carretera surcada por precipicios, curvas y terrenos sinuosos...
Diwakar se aseguró que me despertara temprano y tomara un frugal desayuno para comenzar nuestro periplo en auto de Katmandú a Pokhara, en Nepal.Tan sólo doscientos kilómetros separaban la capital con la tercera ciudad en tamaño del país y cabecera del distrito de Kraski, perteneciente a la zona conocida como Gandaki. El prospecto era inmejorable. Cambiar un poco el aire, salir de la gran ciudad y conocer un valle que comanda una de las vistas más espectaculares del mundo.
La ciudad está ubicada en parte sobre el margen del lago Phewa y, debido al gran incremento de altura de la topografía de la zona en una reducida distancia, pasa prácticamente de un poco más de mil metros a 8000 en una veintena de kilómetros, hace que todo literalmente se te venga a la cara. Y si encima estas vistas están coronadas por dos montañas que forman parte del folklore, no sólo local sino también mundial, mejor todavía. Estoy hablando del Dhaulagiri (deriva del sánscrito, significa "montaña deslumbrante") con 8167 metros de altura y el Annapurna ("diosa de las cosechas"), mito del alpinismo mundial y la montaña más peligrosa para escalar (tal vez con la mayor tasa de mortalidad del mundo). Esto sumado a cuevas, cataratas y la oportunidad de realizar uno de los trekkings más demandantes del mundo era, como ya lo dije y ustedes estarán de acuerdo, un buen prospecto. Pero volvamos a mi despertar en la capital nepalí. El reloj marcaba las seis de la mañana y ya había recibido un par de llamadas de la recepción donde me anunciaban que mi amigo ya estaba allí esperándome con el auto en marcha. En cuestión de minutos, veloz ducha de agua fría y un té en la mano, bajé rápidamente por las escaleras para no ofuscar los humores de Diwakar. Mi impaciente compañero de viaje, como pude observar en mi salida a la calle, miraba su reloj inquieto. Una sonrisa en su rostro al verme me indicó que, o había estado a la altura de sus expectativas, o se regodeaba con mi apariencia: pelo mojado, ojos dormidos, cara de apurado y con la mano libre abrochándome los botones superiores de la camisa. Con Diwakar siempre había dos maneras de ver las cosas. El vehículo que nos esperaba era una desvencijada 4 por 4 noventosa, la cual era motivo de orgullo de Diwakar porque nunca, según él, lo había dejado a pie. De esta manera comenzaba el viaje.
Para nuestras mentes occidentales y citadinas, si hablamos de 200 kilómetros es hablar de un par de horas por una casi lineal carretera. Aquí iba a ser todo lo contrario. Confortablemente sentado en el asiento de acompañante observaba como la ruta se elevaba y enroscaba a medida que realizábamos el camino. El verborrágico Diwakar me explicaba todos y cada uno de los puntos que cruzábamos, como si lo que viniese adelante no importara. El tránsito era copioso. Autos particulares, motos, colectivos y enormes camiones poblaban la angostísima calzada teniendo como límites, por un lado, la ladera de la montaña y, por el otro, dramáticas caídas al vacío con la consecuencia de verme en la necesidad de que cada 50 metros agitara mis brazos pidiéndole atención al camino, lo cual él desmerecía con un movimiento de su mano mientras señalaba alguna particularidad del terreno. Ya ni me acuerdo de cuántas curvas tomamos, cuántos camiones nos soplaron la cara. Tal era la belleza del paisaje que en un momento del viaje me abstraje de lo que sucedía en la ruta. Sabía que todavía nos quedaban más de tres horas de viaje pero estaba maravillado. O me había dado cuenta de que lo importante radicaba en no perderme el increíble paisaje o confiaba ya en la pericia al volante de mi amigo. Con Diwakar siempre había dos maneras de ver las cosas... Apostillas del Licenciado JLI. Fuente: Nota de Iván de Pineda para Revista La Nación, Buenos Aires, Argentina. 18 de marzo de 2016. De la Gran Manzana a Roma y Londres, de El Padrino a Games of Thrones. Por Iván de Pineda. LA NACION. Recientemente llegó a su fin la celebrada serie Game of Thrones y muchos de ustedes, fanáticos de estas laberínticas y atrapantes historias, se quedan pasmados ante los increíbles escenarios naturales que le dan marco al desarrollo del guión. A lo largo de muchos años de viajes me ha tocado recorrer lugares físicos que han quedado impresos en el celuloide de algunas de las escenas mas recordadas de legendarios flicks. Qué les parece si comenzamos por la Gran Manzana, la ciudad de Nueva York, donde cada rincón remite a una historia diferente. De esta manera nos transportamos a las calles de Little Italy y sus inconfundibles calles: Mott st., Mulberry st... Limitante con el barrio chino, este sitio icónico de Manhattan es uno de los centros más importantes de la comunidad italiana inmigrante. Aquí, en El Padrino, de Francis Ford Coppola, llega un joven Vito Corleone, interpretado por el genial Robert de Niro, buscando cambiar el rumbo de su vida o, como le decían los que cruzaban el Atlántico, intentando hacer la América. Muchas de sus calles no han cambiado nada en las últimas décadas y las decenas de restaurantes, panaderías e iglesias le dan ese toque tan propio ítaloamericano, con voces estentóreas que suenan por lo alto, con ese característico acento. Cuando uno camina por esas calles, los simpáticos gritos de los mozos conminan a entrar por un plato de pasta. Nada como sentarse en una pequeña cafetería para disfrutar un tradicional cannoli siciliano y escuchar al gran Luciano Pavarotti y al enorme Caruso. Cambiamos rápidamente de escenario, como si pudiésemos teletransportarnos, y llegamos a la ciudad eterna, Roma. Ya me hubiera gustado ser por unos segundos Marcello Mastroianni a bordo de su descapotable y perderme en la mirada de la majestuosa sueca Anita Ekberg -actriz fetiche del magistral Federico Fellini-, con el agua por las rodillas en la Fontana di Trevi. Roma tiene ese encanto de ser absolutamente timeless, al contrario de la Gran Manzana, que necesita ser vertiginosa. Muchas veces en mi visitas a esta ciudad me he acercado a los sitios mas visitados y populares de la ciudad recién entrada la madrugada en los meses de primavera. Les puedo asegurar que de hacer lo mismo se encontrarán hipnotizados por la quietud de la belleza. Me traslado a Londres, donde Sherlock Holmes siempre fue y sigue siendo uno de mis favoritos de todos los tiempos. Me acuerdo de esa primera escena de ciertas películas filmadas hace más de medio siglo, con la silueta del Parlamento y el Big Ben escondidos bajo una fuerte bruma (en realidad producto del humo de carbón de las chimeneas). Puedo acordarme de los gestos de Basil Rathbone personificando al ilustre detective, y sobre todo rememorar con exactitud la primera vez que me paré enfrente de 221b Baker Street. Era una de mis primeras visitas a la capital inglesa. Un simple adolescente con la sonrisa mas grande jamás vista. Pero volviendo a Game of Thrones y sus escenarios, no importa cuán fantasiosa o lejana la historia sea. Cuán real o ficticia. Cuán cruel o bondadosa sea. Las historias han sido ubicadas muchas veces en lugares que existen, que son tangibles. Por eso siempre que viajo me hago un espacio para conocer estos inolvidables escenarios, donde puedo imaginar a esos genios de la pantalla. Para mí, es una inmejorable forma de seguir soñando despierto. Nota de Iván de Pineda.La Nación. Procesado por Jorge Luis Icardi. 8 de octubre de 2016. De Katmandú a Pokhara. Una carretera surcada por precipicios, curvas y terrenos sinuosos. Diwakar se aseguró que me despertara temprano y tomara un frugal desayuno para comenzar nuestro periplo en auto de Katmandú a Pokhara, en Nepal.Tan sólo doscientos kilómetros separaban la capital con la tercera ciudad en tamaño del país y cabecera del distrito de Kraski, perteneciente a la zona conocida como Gandaki. El prospecto era inmejorable. Cambiar un poco el aire, salir de la gran ciudad y conocer un valle que comanda una de las vistas más espectaculares del mundo. La ciudad está ubicada en parte sobre el margen del lago Phewa y, debido al gran incremento de altura de la topografía de la zona en una reducida distancia, pasa prácticamente de un poco más de mil metros a 8000 en una veintena de kilómetros, hace que todo literalmente se te venga a la cara. Y si encima estas vistas están coronadas por dos montañas que forman parte del folklore, no sólo local sino también mundial, mejor todavía. Estoy hablando del Dhaulagiri (deriva del sánscrito, significa "montaña deslumbrante") con 8167 metros de altura y el Annapurna ("diosa de las cosechas"), mito del alpinismo mundial y la montaña más peligrosa para escalar (tal vez con la mayor tasa de mortalidad del mundo). Esto sumado a cuevas, cataratas y la oportunidad de realizar uno de los trekkings más demandantes del mundo era, como ya lo dije y ustedes estarán de acuerdo, un buen prospecto. Pero volvamos a mi despertar en la capital nepalí. El reloj marcaba las seis de la mañana y ya había recibido un par de llamadas de la recepción donde me anunciaban que mi amigo ya estaba allí esperándome con el auto en marcha. En cuestión de minutos, veloz ducha de agua fría y un té en la mano, bajé rápidamente por las escaleras para no ofuscar los humores de Diwakar. Mi impaciente compañero de viaje, como pude observar en mi salida a la calle, miraba su reloj inquieto. Una sonrisa en su rostro al verme me indicó que, o había estado a la altura de sus expectativas, o se regodeaba con mi apariencia: pelo mojado, ojos dormidos, cara de apurado y con la mano libre abrochándome los botones superiores de la camisa. Con Diwakar siempre había dos maneras de ver las cosas. El vehículo que nos esperaba era una desvencijada 4 por 4 noventosa, la cual era motivo de orgullo de Diwakar porque nunca, según él, lo había dejado a pie. De esta manera comenzaba el viaje. Para nuestras mentes occidentales y citadinas, si hablamos de 200 kilómetros es hablar de un par de horas por una casi lineal carretera. Aquí iba a ser todo lo contrario. Confortablemente sentado en el asiento de acompañante observaba como la ruta se elevaba y enroscaba a medida que realizábamos el camino. El verborrágico Diwakar me explicaba todos y cada uno de los puntos que cruzábamos, como si lo que viniese adelante no importara. El tránsito era copioso. Autos particulares, motos, colectivos y enormes camiones poblaban la angostísima calzada teniendo como límites, por un lado, la ladera de la montaña y, por el otro, dramáticas caídas al vacío con la consecuencia de verme en la necesidad de que cada 50 metros agitara mis brazos pidiéndole atención al camino, lo cual él desmerecía con un movimiento de su mano mientras señalaba alguna particularidad del terreno. Ya ni me acuerdo de cuántas curvas tomamos, cuántos camiones nos soplaron la cara. Tal era la belleza del paisaje que en un momento del viaje me abstraje de lo que sucedía en la ruta. Sabía que todavía nos quedaban más de tres horas de viaje pero estaba maravillado. O me había dado cuenta de que lo importante radicaba en no perderme el increíble paisaje o confiaba ya en la pericia al volante de mi amigo. Con Diwakar siempre había dos maneras de ver las cosas...
Nota de Iván de Pineda.La Nación
8 de octubre de 2016
(Procesado por Jorge Luis Icardi...)
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