sábado, 20 de junio de 2020

Manuel Belgrano, mucho más que el creador de la Bandera

Belgrano, a 200 años de su muerte

Después de analizar más de cinco mil documentos de los archivos de Francisco Chas (sobrino de Belgrano), del Archivo General, de la autobiografía del prócer y de memorialistas, Bartolomé Mitre presentó en 1857 su primera edición de Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina.
En su prólogo, lo definía como “el varón más justo y más virtuoso de la República [...] era uno de esos caracteres históricos que ganan en intimidad y será más apreciado a medida que vayan revelándose las páginas ignoradas de su vida”. ​

Domenico Francesco Maria Cayetano Belgrano Peri contrajo matrimonio con la porteña de origen santiagueño María Josefa González Casero en 1757. De esa unión nacieron 16 hijos, el octavo fue Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano, quien vio la luz el 3 de junio de 1770. Cursó sus estudios en el Real Colegio San Carlos hasta cuarto año, pero no los completó ya que viajó a España porque su padre, ya Domingo, dispuso que Manuel, de clara inteligencia, se formara en el área del derecho y del comercio en la Universidad de Salamanca, a la que ingresó en 1787, finalizando sus estudios de abogado en la de Valladolid.
En su autobiografía, explica que, si bien estudiaba leyes, a él le interesaban las lenguas vivas y la economía:
“confieso que mi aplicación no la contraje tanto en la carrera que había ido a aprender, como al estudio de los idiomas vivos, de la economía política y el derecho público”.

La formación salamantina, basada en los magisterios de Francisco de Vitoria (s. XVI) en cuanto al Derecho de Gentes y a la defensa de los derechos de los indígenas (De Indis)​ y su contemporáneo Martín de Azpilcueta, con la necesidad del “libre comercio”, Belgrano la complementó con las ideas de la Revolución Francesa: “se apoderaron de mí las ideas de libertad, igualdad, seguridad, propiedad y sólo veía tiranos en los que se oponían a que el hombre fuese donde fuese, no disfrutase de unos derechos que Dios y la naturaleza le habían concedido”.
Con su título de licenciado en Leyes, fue nombrado por el rey secretario perpetuo del Real Consulado de Buenos Aires, donde no sólo aplicó las ideas del real ministro Gardoqui: “La política económica inteligente no admite ya en su diccionario la voz terreno estéril o ingrato”. sino que desde su cargo se transformó en el precursor de la educación, creando las escuelas de náutica, de dibujo, de agricultura, y bregando por la educación de la mujer. 
También fue el precursor del periodismo, trayendo El Telégrafo Mercantil (1801), luego El Semanario (1803) de Vieytes y después El Correo de Comercio (enero 1810) del propio Belgrano. En las páginas de estos periódicos, publicaba nuestro prócer sus ideas fisiocráticas y liberales en economía política, promoviendo así las ideas que se cristalizarían en las jornadas de Mayo. Ricardo Levene lo definió como “el prócer de mayor influencia en la estructuración de los ideales de Mayo”.
Hecha la Revolución y como vocal de la Primera Junta de Gobierno, es nombrado comandante de un ejército de 800 hombres que tendría como misión llevar los ideales revolucionarios al Paraguay, debiendo enfrentar dos honrosas derrotas: en Paraguarí y Tacuarí, logrando su altruista cometido de obtener la independencia paraguaya de la España dominada por Bonaparte.

Belgrano izó en Rosario la bandera argentina por primera vez
Es en el inicio de esta campaña cuando se conmueve por “el estado de abyección tan espantoso” de los naturales de los pueblos de las Misiones y establece el “Reglamento para el Régimen Político, Administrativo y Reforma de los treinta pueblos de Misiones” como resabio de lo aprendido en Salamanca con el De Indis de Francisco de Vitoria (Juan B. Alberdi lo destacó como documento preexistente a nuestra Constitución).
En enero de 1812, debió marchar con un pequeño ejército nuevamente al Litoral. Ahora a las barrancas de Rosario, con la finalidad de levantar baterías de cañones para defender el territorio de los españoles que permanecían en la banda oriental. Allí armó dos baterías con los nombres de sus sueños: Libertad e Independencia.
El 13 de febrero, solicitó al Gobierno un emblema que los distinguiese de los realistas y el 18 el Triunvirato, comprendiendo la necesidad, aprobó el proyecto de la escarapela “color azul celeste y blanco”.
Ocho días después, con decisión e impaciencia, vuelve a escribir al Gobierno:
“Las banderas de nuestros enemigos son las que hasta ahora hemos usado; pero ya que V.E. ha determinado la escarapela nacional... me atrevo a decir a V.E. para que también se distinguieran de aquellas, y que en estas baterías no se viese tremolar sino las que V.E. designe...”
No esperó respuesta y al día siguiente enarboló la bandera celeste y blanca en la batería Libertad. Su impaciencia por embanderar sus dos valores pudo más que la prudencia del ministro Rivadavia a quien le escribió con la humildad que cobijaba su pasión, el 27 de febrero de 1812: 
“Siendo preciso enarbolar bandera y no teniéndola la mandé hacer blanca y celeste conforme a los colores de la escarapela nacional”. 
Arengó a sus tropas frente al Paraná y a la pequeña capilla del Rosario:
“juremos vencer a nuestros enemigos interiores y exteriores y la América del Sur será el templo de la Independencia, de la Unión y de la Libertad”.
No se enteró Belgrano de que el Gobierno había desautorizado el uso de la bandera, que la moderación y la cautela se erguían frente al impulso de la Revolución. El mismo día que enarboló la bandera, se lo nombraba comandante del Ejército Auxiliador del Perú y marchó hacia el norte sin conocer la desautorización que, más que prudente, se convertía en “pusilánime”, como lo describió Mitre.
En Jujuy, comprobó los despojos del ejército vencido en Huaqui que le entregó Pueyrredón y escribió al Gobierno exigiendo armas, dinero, uniformes y hombres,
“por Dios, no me manden morralla que tengo a montones”. (Reclamo vigente: gente que no sirve para nada).
Como los realistas avanzaban hacia el sur desde Cochabamba, Belgrano ordenó el célebre “éxodo jujeño”, contemporáneo de la arrasada Moscú que le dejaron los rusos de Kutuzov a Napoleón. Salvando las proporciones, fue una gesta inmortal en la que nuestra escuálida y apasionada hueste no contó con un Tchaikovski que la eternizara con una obertura como la 1812.

La directiva del Gobierno era clara para el prócer: debía retroceder hasta Santiago del Estero o Córdoba para preservar su tropa (y de paso a Buenos Aires). En esa marcha con querellas (combate de las Piedras), Belgrano se debate entre la obediencia prudente o la batalla. El 12 de septiembre, el Triunvirato le responde 4 documentos en los que conminan a proseguir la marcha y no enfrentar en desigual batalla a Pío Tristán. Por fin, responde el General presintiendo las cimas de la gloria:
“El último medio que me queda es hacer el último esfuerzo, presentando batalla fuera del pueblo, y en caso desgraciado encerrarme en la plaza hasta concluir con honor”.
El 24 de septiembre, 1600 hombres sin instrucción, con escasas armas y fuego en sus corazones, enfrentaron en el Campo de las Carreras a 3000 realistas, muchos de ellos veteranos, y convirtieron a Tucumán en el “sepulcro de la tiranía”.
En 1813, con un nuevo Triunvirato que reforzó el ejército, Belgrano lo condujo hacia Salta, donde, el 20 de febrero, logró una gran victoria a partir de una maniobra clásica de aferramiento en el Portezuelo y un envolvimiento por la quebrada de Chachapoyas bajo una lluvia torrencial que le permitió ubicarse por sorpresa a espaldas del enemigo. Al detectarlo Pío Tristán en su retaguardia, exclamó: “ni que fueran pájaros”.
Allí, en el Campo de Castañares y en la ciudad de Salta, tremoló por primera vez la bandera celeste y blanca, al pie de la cual 2800 hombres derrotados dejaron sus armas de fuego, sus espadas, sus lanzas, hasta los tambores; luego de haber jurado nunca más tomar las armas contra la Revolución. No era el objetivo del general la sangre o los prisioneros, sino infundir su espíritu independentista en las filas enemigas.
Soportó después dos estoicas derrotas en Vilcapugio y Ayohuma, donde su entereza, aferrada a la bandera entre la desolación y la muerte, fue el núcleo que, con terca decisión, continuó los caminos de la libertad.
En ese entonces, escribía a su admirado San Martín desde Lagunillas:
“Ay, amigo mío ¿Y qué concepto se ha formado usted de mí? Por casualidad, o mejor diré, porque Dios ha querido me hallo de general sin saber en qué esfera estoy. No ha sido esta mi carrera y ahora tengo que estudiar para medio desempeñarme y cada día veo más y más las dificultades de cumplir con esta terrible obligación”. Y le pide con enorme humildad: “deme algunos de sus conocimientos para que pueda ser útil a la Patria”.
Entre la rica correspondencia de Belgrano a San Martín, conmueve una frase de Manuel después de elogiar al futuro Libertador:
“porque estoy persuadido de que con usted se salvará la Patria y podrá el ejército tomar un diferente aspecto, soy solo, esto es hablar con claridad y confianza…”
“Soy solo”, lo repetirá en sus escritos indicando la profundidad de su soledad: no está solo, ¡es solo!

De regreso a Buenos Aires de su misión diplomática a Europa, a principios de 1816, se encontró con una enorme ebullición política. La derrota de Rondeau en Sipe Sipe constituyó un gran desastre donde perdieron la vida más de 1000 hombres y gran cantidad de bagajes. Fernando VII volvió a ocupar el trono de España, el Alto Perú pasó a manos realistas, los portugueses invadían la Banda Oriental, en el litoral se enseñoreaba Artigas y Santa Fe proclamaba su autonomía.
Ignacio Álvarez Thomas, sobrino de Belgrano y director supremo, dispuso a fines de 1815 la creación del Congreso General Constituyente en Tucumán, lejos de los avatares litoraleños y nombró a su tío comandante del Ejército de Observación para imponer el orden en Santa Fe.
En sus cartas al Director, el comandante aconsejaba:
“¿Por qué no contesta usted a Artigas? No se deje llevar de los consejos y furores de la injusticia, es preciso sufrir mucho para contener la injusticia”, y al final otra vez: “soy solo, ni tengo quien me ayude ni con quien consultar, todo estoy entregado a la Providencia y en ella confío”.
El ejército vencido en Sipe Sipe se encontraba en Tucumán todavía a órdenes de Rondeau. Derrotados e indisciplinados, era necesario relevar a su comandante. San Martín, gobernador intendente de Cuyo, le escribió a su amigo Tomás Godoy Cruz, diputado por Mendoza en el Congreso: “En el caso de nombrar quién deba reemplazar a Rondeau yo me decido por Belgrano; este es el más metódico de los que conozco en nuestra América, lleno de integridad y talento natural. No tendrá los conocimientos de un Moreau o Bonaparte en punto a milicia, pero créame usted que es el mejor que tenemos en la América del Sur”.
Juan Martín de Pueyrredón, recién designado director siendo diputado por Cuyo (San Luis), nombró a Belgrano comandante del Ejército del Norte. Luego de hacerse cargo, lo invitaron a exponer en sesión secreta el 6 de julio de 1816 sobre su experiencia política en Europa y es allí, en la casa de Tucumán, donde propuso una “monarquía atemperada”, y que el rey fuese de la casa del Inca con la inmediata aceptación de todo el cuerpo. El diputado Acevedo por Catamarca agregó: “con sede en Cusco”.
San Martín y Güemes adhirieron a la iniciativa y la volcaron en sendas proclamas a sus tropas.

Fue el comandante del Ejército Auxiliador del Perú, que constituía la defensa estratégica de la genial maniobra sanmartiniana. Era el brazo armado terrestre que impedía el avance realista desde el norte coordinadamente con la epopeya de los Andes y el Pacífico. Su jefe de vanguardia era Martín Miguel de Güemes, que, con su guerra gaucha y las Republiquetas del Alto Perú, constituyeron el Antemural de la Patria.
Falleció donde nació, en la actual Avenida Belgrano 430, el 20 de junio de 1820, en medio de la anarquía. Solo. Su médico y algún hermano estaban con él. Pobre. Todo lo dejó en los caminos de la revolución. Seguiría pensando “Soy solo”. ​¡No lo permitamos!

(*) El teniente coronel (r) Claudio Morales Gorleri es doctor en Historia, miembro de número del Instituto Argentino de Historia Militar, del Instituto Nacional Belgraniano y de la Academia Nacional Sanmartiniana