Una mano sobre mi hombro me invitaba a compartir la grandeza de un pueblo.
El lugar habla por sí mismo. Nos cuenta su significado. El porqué de su concepción y construcción. La grandeza de su civilización. Estar parado sobre un promontorio y ver las nubes tocando las ruinas, las ruinas que se mantienen impertérritas después de tantos años y el verde de la montaña nos hace tener casi una experiencia onírica.
Puedo cerrar los ojos y recordar cómo empecé a conocer un poco más de este lugar, de pequeño y a la distancia obviamente, a través de libros y enciclopedias que revelaban sus secretos.
La Montaña vieja, así se conoce a este lugar, uno de los enclaves más paradigmáticos del mundo. Lejos de ser una ciudad perdida, fue redescubierta por Hiram Bingham, profesor norteamericano de historia, en el año 1911 y es uno de los más claros ejemplos de una de las civilizaciones más importantes que poblaron el planeta: los incas.
Esta experiencia onírica comenzó en la ciudad del Cuzco, o Qosqo, en cuyo departamento se encuentra el Machu Picchu. Capital histórica del Perú, ciudad imperial incaica y ombligo del mundo, fue el centro administrativo-espiritual de los incas. Fundada según cuenta la leyenda por Manco Cápac, fundador de la cultura inca y primero de los gobernantes de lo que posteriormente sería conocido como imperio incaico, se convirtió en la urbe más poblada y destacada del continente. Creció sobre todo gracias al comercio y a su importancia religiosa, aquí no sólo vivia el regente inca, también lo hacía el Sumo Sacerdote, el Willaq Umu, y se festejaba el famoso e importante Inti Raymi, la fiesta del sol.
Era tal la rigurosidad administrativa que cuando llegaron los adelantados españoles se sorprendieron cómo era manejada esta capital, llena de alimentos en sus graneros, con sólidas construcciones y con una ciudad en cuyo centro convergían las fronteras de las cuatro divisiones del imperio.
Desde aquí comenzó casi mi subida al Machu Picchu. Con paciencia y sin apuro. Edgar, fiel representante de un pueblo milenario, con amabilidad y una tranquilidad pasmosa para responder mis verborrágicas preguntas, era una especie de libro abierto. Con una infinidad de historias, cuentos y leyendas para narrar, en las que siempre había un remoto familiar o conocido protagonizando alguna de ellas, me acompañaba en el trayecto acostumbrado a las pendientes, a la altura y al lugar que sus antepasados hicieron enorme.
Les puedo asegurar que me sentía transportado a otra época y mientras realizaba mi progreso, mi mente volaba unos buenos quinientos, o más años en el tiempo para tratar de imaginarme esta vastísima red de caminos que contaban con más de 30.000 kilómetros de longitud, entre los cuales se encontraba el Qhapaq Ñan, que comenzaba en Ecuador y terminaba en nuestro jardín de la República, Tucumán, con un recorrido de mas de 5000 kilómetros.
Mientras yo sentía el esfuerzo de la subida y sudaba copiosamente, la cara de Edgar era impasible, como si fuese cosa de todos los días. El ADN no se equivoca, parece. Así fue callándose, casi respetuosamente. Me señalaba constantemente enfrente de nosotros y lo hacía con certeza, lo cual fue acatado por mi parte como si fuese una orden.
Había como una cierta solemnidad en el aire que entendí al momento de observar cómo se abría el camino frente a mis ojos. El gigante cielo sobre mi cabeza, montañas que parecían eternos guardianes del lugar, la soberbia de las ruinas y la mano de Edgar sobre mi hombro como invitándome a compartir la grandeza de su pueblo.
¿Era como me lo había imaginado en los libros? Sí, y más todavía.
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Fuente: Nota de Iván de Pineda, desde Machu Picchu (Perú)
5 de octubre de 2016.
(Procesado por Jorge Luis Icardi)
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