Una fábula emotiva y edificante para
jóvenes de 8 a 88 años.
Es difícil, para un perro pastor alemán que
vive al servicio de un grupo humano, no añorar la libertad que conoció como
cachorro. Y sobre todo no sentir nostalgia por todo lo que perdió en sus
vivencias con los mapuches, los indios de la Araucanía en Chile. Y es que
nuestro perro se cayó en la nieve y, rescatado por un jaguar, fue a dar en un
poblado mapuche. Allí creció con su compañero Aukamañ, el niño indio que era
como un hermano para él, y allí aprendió a respetar a la naturaleza y a todas
sus criaturas. Sin embargo, ahora debe obedecer las órdenes de aquellos para
los que trabaja y dar caza a un fugitivo misterioso, escondido más allá del
río. ¿Adónde nos llevará la caza? El destino está escrito en su propio nombre,
Leal, y le llevará a una situación que pondrá a prueba, pasado tanto tiempo, su
fidelidad a viejos lazos de afecto.
Para mis nietos Daniel, Gabriel, Camila,
Valentina, Aurora y Samuel.
Para mis pequeños hermanos
del pueblo mapuche. Mi pueblo.
Dungu
Palabras
Este libro es una deuda mantenida durante
muchos años. Siempre he sostenido que gran parte de mi vocación de escritor
viene del hecho de haber tenido unos abuelos que contaban historias, y de que,
en el lejano sur de Chile, en una región llamada Araucanía o Wallmapu, tuve un
tío abuelo, Ignacio Kallfukurá, mapuche (nombre que conforman dos palabras
unidas: «mapu», que significa Tierra, y «che», gente, y cuya traducción
correcta es «Gente de la Tierra»), que al atardecer les contaba historias a los
niños mapuche en su idioma, el mapudungun. Yo no entendía lo que los demás
mapuche decían en su lengua vernácula, pero sí entendía las historias que
narraba mi tío abuelo.
Eran historias que hablaban de zorros, de
pumas, de cóndores, de loros, y mis favoritas eran las que contaban las aventuras
de wigña, el gato salvaje. Yo entendía lo que mi tío abuelo narraba porque,
pese a no haber nacido en la Araucanía, en la Wallmapu, también soy mapuche.
También soy Gente de la Tierra.
Siempre he querido contarles una historia a
los niños mapuche al atardecer, junto al río, mientras comemos los frutos de la
araucaria y bebemos jugo de manzanas recién recolectadas.
Ahora que me acerco a la edad de mi tío
abuelo Ignacio Kallfukurá, voy a contarles una historia de un perro crecido
junto a los mapuche. De un perro llamado Leal.
Les invito, pues, a la Araucanía, a la
Wallmapu, al país de la Gente de la Tierra.
Kiñé
Uno
La manada de hombres tiene miedo. Lo sé
porque soy un perro y el olor ácido del miedo me llega al olfato. El miedo
huele siempre igual y da lo mismo si lo siente un hombre temeroso de la
oscuridad de la noche, o si lo siente waren, el ratón que come hasta que su
peso se convierte en lastre, cuando wigña, el gato del monte, se mueve sigiloso
entre los arbustos.
Es tan fuerte el hedor del miedo de los
hombres que perturba los aromas de la tierra húmeda, de los árboles y de las
plantas, de las bayas, de los hongos y del musgo que el viento me trae desde la
espesura del bosque.
El aire también me trae, aunque levemente,
el olor del fugitivo, pero él huele diferente, huele a leña seca, a harina y a
manzana. Huele a todo lo que perdí.
—El indio se oculta al otro lado del río.
¿No deberíamos soltar al perro? —pregunta uno de los hombres.
—No. Está muy oscuro. Lo soltaremos con la
primera luz del alba —responde el hombre que comanda la manada.
La manada de hombres se divide entre los
que se sientan en torno al fuego, que encienden maldiciendo la leña húmeda, y
los que con sus armas de matar en las manos miran hacia la oscuridad del bosque
y no ven nada más que sombras.
Yo también me echo sobre las patas, alejado
de ellos. Me gustaría estar cerca del calor, pero evito el fuego que han
encendido, pues el humo me nublaría los ojos y mi olfato no percibiría los
cambiantes olores. Han encendido un mal fuego y se les apagará muy pronto. Los
hombres de esta manada ignoran que lemu, el bosque, da buena leña seca, tan sólo
hay que pedírsela diciendo mamüll, mamüll, y entonces el bosque entiende que el
hombre tiene frío y autoriza a encender un fuego.
Llega hasta mis orejas, que siempre están
alerta, el croar de llüngki, la rana, oculta entre las piedras de la otra
orilla de leufü, el río que baja de las montañas. A ratos, konkon, el búho,
imita al viento desde lo más alto de los árboles; y pinüyke, el murciélago,
bate las alas mientras vuela y devora insectos nocturnos voladores.
La manada de hombres teme los ruidos del bosque.
Se mueven inquietos y yo siento el penetrante hedor del miedo que no les deja
descansar. Intento alejarme un poco de ellos, pero me lo impide la cadena que
llevo al cuello y que han atado, por el otro extremo, a un tronco.
—¿Le damos algo de comer al perro?
—pregunta uno de los hombres.
—No. Un perro caza mejor cuando está
hambriento —contesta el jefe de la manada.
Cierro los ojos, tengo hambre y sed, pero
no me importa. No me importa que para la manada de hombres yo no sea más que el
perro, y de ellos no espero otra cosa que el látigo. No me importa, porque
desde la oscuridad me llega el tenue aroma de lo que perdí.
Epu
Dos
Sueño con lo que perdí y mis sueños me
llevan hasta el gélido día en que caí sobre la nieve. Antes de caer viajaba
envuelto en el calor de una bolsa de lana y, a ratos, los hombres de otra
manada me echaban una ojeada y decían: «Está bien el cachorro, será un gran
perro».
Mis recuerdos empiezan el día en que caí
sobre la nieve, aunque a veces me llegan retazos muy breves de antes que me
acercan hasta un cuerpo tibio, y entonces soy capaz de verme junto a otros
cachorros tan pequeños como yo, aferrados a las fuentes de las que mana una
leche tibia y sabrosa.
Esa manada de hombres cruzaba las altas
montañas por pasos estrechos y oscuros que sólo ellos conocían. Montaban
caballos fuertes y la carga que transportaban desprendía olores gratos a yerba
mate, a harina, a carne seca; unos aromas que yo percibía mezclados con el olor
ácido del sudor de los caballos.
Al subir por una pendiente me caí de la
bolsa y ningún hombre de la manada se dio cuenta. El viento frío se llevó mis
débiles ladridos, traté de correr tras los caballos, pero mi cuerpo se hundía
en la nieve y, agotado, me eché sintiendo que todo el calor de mi piel se apagaba.
La nieve empezó a cubrirme. Caía con la misma suavidad que el sueño que me
cerraba los ojos.
La oscuridad cubría las montañas cuando me
desperté estremecido por una lengua tibia y húmeda que se deslizaba desde mis
belfos hasta el rabo. Sentí cómo una nariz me olía al mismo tiempo y, desde el
fondo de mi pequeña memoria de lo que aún no conocía, acudió un temor que me
hizo encoger más el cuerpo, pero esa lengua tibia que me lamía alejó el miedo
y, ya repuesto del frío, dejé que unos dientes poderosos me agarraran de la
nuca sin hacerme daño. Fui llevado por el aire hasta una gruta y ahí mi
salvador, nawel, el jaguar, compartió conmigo el calor de su gran cuerpo.
Así pasaron varios días. La luz se
reflejaba en la nieve y yo permanecía junto a nawel, el jaguar. Cuando la
oscuridad cubría todo lo que había fuera de la gruta, nawel, el jaguar, salía y
más tarde regresaba con el cuerpo inerte de chinge, el zorrillo, o de wemul, el
cervatillo, y comíamos su carne aún caliente.
Nawel, el jaguar, medía mi fuerza
empujándome con sus zarpas o dándome golpes con la cabeza; yo me sentía seguro
sobre mis cuatro patas, y hasta me atrevía a salir de la gruta a corretear
sobre pire, la blanca nieve endurecida.
Una noche sin sombras, cuando kuyen, la
luna, decidió compartir su luz con la nieve, nawel, el jaguar, volvió a
agarrarme con sus dientes por la nuca y emprendimos un viaje descendiendo por
las montañas.
Temeroso al ver que nos alejábamos mucho de
la cálida gruta, ladré mi miedo pidiendo volver. Entonces nawel, el jaguar, me
dejó en el suelo y rugió. Y yo le entendí.
—La montaña no es lugar para un pichitrewa,
un cachorro de perro. Estarás mejor con los mapuche, con la Gente de la Tierra
—rugió nawel, el jaguar, y seguimos bajando de las montañas.
Küla
Tres
Al amanecer, los hombres de la manada
desatan su furia entre sí. Se culpan unos a otros de no tener fuego y del frío
que traspasa sus ropas y les entra hasta en los huesos. La luz del día llega
envuelta en la niebla espesa que siempre silencia los rumores del bosque.
Uno de los hombres corta un trozo de pan y
me lo arroja, pero antes de que yo pueda alcanzarlo, el jefe de la manada se
adelanta y lo tira lejos de mí.
—Te he dicho que el perro debe estar
hambriento.
—El indio se habrá alejado. Conoce el
bosque y los montes —alega el que me lanzó el trozo de pan.
—El indio está herido y no puede haberse
alejado demasiado. Y si yo digo que el indio se esconde en el bosque, es así.
Suelta al perro —ordena el jefe de la manada.
Me sueltan y yo corro hasta la orilla del
río, huelo, busco el olor del fugitivo entre los aromas del musgo y del liquen,
entre las hojas de los alerces y de los coigües, de los ñirres y de los
raulíes, que se descomponen para que crezcan las hierbas y las plantas que
hacen impenetrable la espesura.
El fugitivo ha dejado un rastro fácil de
seguir, está herido, así lo indican las gotas de sangre que salpican algunas
hojas. Corro más rápido, me alejo de la manada de hombres, que avanzan con
dificultad sorteando los árboles crecidos a la orilla misma del río, los
troncos caídos y las rocas.
Los hombres de la manada aguardan mis
ladridos, debo advertirles que he dado con el rastro y conducirlos hasta el
fugitivo. Pero no hago nada de lo que esperan. Me echo en el suelo y lamo las
gotas de humedad que se escurren por las hojas de los helechos. Así calmo mi
sed e ignoro los gritos de la manada de hombres que me están llamando: «¡Perro!
¡Perro!».
El silencio de los pájaros me indica que se
hallan cerca y corro alejándome del rastro del fugitivo. La niebla se disipa y
todo el bosque se convierte en una espesura verde.
De la Gente de la Tierra, los mapuche,
aprendí que hay muchas gamas de verde, que el verde de la hoja del alerce no es
el mismo que el de la hierba, pero yo no puedo distinguir la diferencia, pues
soy un perro. Si alzo la cabeza, puedo ver entre las copas de los árboles
trozos de cielo gris, y guío a los hombres de la manada hasta la parte más
ancha del río. Entonces los llamo ladrando varias veces y con mis ladridos les
indico que el fugitivo cruzó a la otra orilla.
—Bien hecho, perro —dice el jefe de la
manada y me arroja un trozo de pan que trago de inmediato.
Estoy hambriento, las tripas vacías se me
pegan a los huesos, pero no miro al jefe de la manada implorándole otro
mendrugo. Ladro furioso hacia la otra orilla del río, muevo el rabo frenético,
erizo los pelos del lomo sin dejar de ladrar.
—El indio está cerca, el perro lo huele
—dice el jefe de la manada y me ordena avanzar a la caza del fugitivo.
Obedezco, corro, me meto en el agua, nado,
cruzo el río y empiezo a correr por la orilla entre arbustos y gruesos troncos
alejándome más del rastro. La manada de hombres me sigue, siento sus
respiraciones alteradas, sus pasos torpes, cruzan el río con el agua hasta la
cintura, cargados con sus armas de matar y todo lo que llevan. Continúo
corriendo y con mis ladridos los animo a seguirme. Cuando dejo de oír sus voces
y las maldiciones que sueltan, ladro con más fuerzas. Sé que el jefe de la
manada no les permitirá detenerse y reposar, los obligará a seguir y ninguno se
rezagará, pues temen al fugitivo, al bosque, a los rumores que llegan de la
espesura. El miedo los une y avanzan en una inseparable manada.
Me encuentro en una amplia playa de
guijarros y huelo el aire, no puedo distinguir los tonos del color verde, pero
hasta mi olfato llegan los aromas de todo lo que crece a mi alrededor. Así
busco el olor que quiero, y al sentir que me llega al olfato, ladro para animar
a los hombres de la manada.
Avanzo sin dejar de ladrar hasta que llego
a lo que crece y no da ni semillas ni frutos. La Gente de la Tierra y del
bambú, los que no son Gente de la Tierra, lo llama koliwe.
Avanzo por el cañaveral alejándome de la
orilla, casi voy arrastrando el cuerpo para evitar las ramas bajas, delgadas y
elásticas, y de hojas duras, que podrían dañar mis ojos. Sé que el avance de la
manada de hombres se ha tornado muy difícil, pues el koliwe crece apretado, sus
varas apenas dejan espacio para que las atraviesen los hombres, y éstos cargan un
lastre que los fatiga y ofusca. Cuando casi no llegan ya a mis oídos sus
«¡Perro! ¡Perro!», ladro con mayor ímpetu y furia, como si tuviera la presa al
alcance de los dientes.
Me echo y espero. Sé que mis ladridos los
animan y que cada dificultad acrecienta su odio al fugitivo. Así espero hasta
que los siento cerca y, moviéndome con sigilo, paso cerca de ellos desandando
el camino hecho y regreso hasta la orilla del río.
«¡Perro! ¡Perro!», gritan los hombres de la
manada sin saber hacia dónde avanzar entre las apretadas varas de koliwe.
Meli
Cuatro
En el río, luego de beber el agua fresca
que corre entre las piedras cubiertas de musgo, busco de comer, pues necesito
comer, hacerme fuerte.
No me cuesta cazar a tunduku, el ratón de
las montañas, lo degüello de un mordisco, pero antes de comérmelo recuerdo lo
que aprendí de la Gente de la Tierra y gruño suavemente: «Así como che, el
hombre, pide perdón a aliwen, el árbol, antes de talarlo, y a ufisa, la oveja,
antes de quitarle la lana, yo te pido perdón, tunduku, por saciar mi hambre con
tu cuerpo».
Como rápido, pero no más de lo necesario, y
el cálido cuerpo de tunduku me entrega su calor y su energía. Lo que queda será
un festín para ñamku, el aguilucho; y alguna vez, mientras éste vuele en el
amplio cielo, tunduku se alimentará de sus huevos.
Al emprender nuevamente la búsqueda del
rastro del fugitivo, un ruido estremece el bosque. Es tralkan, el trueno, que
anuncia la tormenta. Sé que será difícil dar con el rastro mientras caiga la
lluvia, pues mapu, la Tierra, abrirá todos su poros agradecida y no se
percibirá más que el olor de su contento.
Busco refugio bajo un grueso tronco y ahí
me tumbo. Entonces pienso por qué el olor del fugitivo me recuerda todo lo que
perdí. Y pensando con dolor en lo que perdí me duermo mientras la lluvia cae
sin cesar. Entonces sueño.
Sueño que estoy junto a un fuego que me
sume en una plácida somnolencia. Junto al fuego hay otras gentes, hombres,
mujeres y niños que escuchan al que habla mientras comen los frutos del pewen,
la altísima araucaria. Hablan de mí.
«Según cuentan los mayores, nawel, un
jaguar fuerte y ágil, bajó desde la cordillera de Nawelfüta, su hogar, pues, no
en vano, Nawelfüta significa “jaguar grande” en mapudungun, la lengua de la
Gente de la Tierra.
»Todo ocurrió una mañana muy fría y
cubierta por una niebla tan espesa que impedía ver las ramas de los árboles y
las cumbres de las montañas nevadas, y apenas permitía adivinar el sendero que
llevaba hasta las rukas, las casas mapuche levantadas a orillas del gran lago.
Cuentan también que, pese a la presencia del jaguar, los perros no ladraban por
más que la Gente de la Tierra, temiendo por sus ovejas, los azuzaran gritando:
“¡Trewa! ¡Trewa!”, “¡Perro! ¡Perro!”. Pero esa mañana de niebla, y a pesar de
los gritos, los nobles perros, que no temen a nawel, el jaguar, permanecieron
quietos, cabizbajos, hasta que el gran felino de la cordillera se acercó hasta
la primera ruka y, frente a la puerta orientada hacia la puelmapu, la tierra
del este, depositó con suavidad la carga que sostenía en sus fauces. Luego
nawel, el jaguar, rugió y se perdió en la niebla».
«Eso fue lo que ocurrió», dice otro de los
que hablan en mi sueño. «En la ruka vivía Wenchulaf, un anciano que, fiel al
significado de su nombre —hombre feliz—, se encargaba de entretener a los niños
en el ayekantun, la cita diaria para escuchar alegres historias y cánticos que
hablaban de otros tiempos que nunca debían ser olvidados, porque en esas
historias y cánticos transmitidos de padres a hijos latía el orgullo de ser
mapuche, de ser Gente de la Tierra.
»Alarmado por los gritos, Wenchulaf salió
de la ruka, se inclinó, tomó en sus manos el pequeño cuerpo de color oscuro, lo
acarició y anunció que era un pichitrewa, un cachorro de perro.
»Toda la comunidad rodeó a Wenchulaf y el
extraño regalo dejado por nawel, el jaguar. Unos decían que esa mañana, pese a
no soplar viento de tormenta, había bajado desde las altas montañas kallfütray,
el ruido del cielo; y otros opinaban que tal vez el cachorro era un regalo de
wenupang, el león del cielo.
»Wenchulaf los invitó a callar.
»—Lo que importa es que el cachorro tiene
frío y hambre —dijo—, y como todo lo que nos da ngünemapu, el espíritu de la
Tierra, es para nuestro bien, yo lo acojo con gratitud».
En mi sueño siento el calor de los brazos
de Wenchulaf, y hasta la memoria de mi olfato llegan los olores de la ruka: a
humo de leña seca, a lana, a miel y a harina.
En mi sueño y en la semioscuridad de la
ruka veo a Kinturray, cuyo nombre significa «la que tiene una flor». Ella
amamanta a un cachorro de hombre y, al verme, echa de su generosa leche en un
cuenco y me llama.
Mientras lamo esa leche, alguien dice:
—Tienes un buen perro, Wenchulaf, esperemos
que sea un noble pastor para tus ovejas.
Y el viejo mapuche responde:
—No es mi perro, es el compañero de mi
nieto Aukamañ —cóndor libre—. Nunca sabremos dónde lo encontró nawel, el
jaguar, ni qué ocurrió con su madre, pero sabemos que este cachorro ha
sobrevivido al hambre y al frío de la montaña. Este cachorro ha demostrado
lealtad con monwen, la vida, no ha cedido a la cómoda invitación de lakonn, la
muerte, y por eso se llamará Afmau, que en nuestra lengua significa leal y
fiel.
Kechu
Cinco
La lluvia sigue cayendo sin pausa y en mi
refugio espero a que cese. Me gusta la lluvia, siempre renueva las cosas. A
veces, cuando vivía con todo lo que perdí, sentía el abrazo de Aukamañ mientras
la tormenta retumbaba en la noche. El pequeño cachorro de hombre se sentía
seguro junto a mí, y yo agradecía a la lluvia la confianza de mi peñi, de mi
hermano.
Me gustaba el cachorro de hombre. Sobre
todo me gustaba verlo sostenerse sobre sus piernas y dar los primeros pasos
entre el alborozo de Kinturray y el viejo Wenchulaf. Pero lo que más me gustaba
era estar alerta cuando alka, el gallo, cantaba y despertaba a antü, el sol,
porque enseguida los humanos abandonaban sus lechos de pieles de oveja.
—Mari mari chaw, buenos días, padre —se oía
la voz de Kinturray saludando a Wenchulaf.
—Mari mari ñawe, buenos días, hija
—respondía la voz siempre amable del viejo, y luego agregaba—: Mari mari kompu
che, buenos días a todos. —Y se echaban a reír, porque ese saludo nos incluía
por igual a Aukamañ y a mí.
Mientras el agua y la leche se calentaban,
Kinturray echaba dos puñados de trigo en una callana de fierro y la movía sobre
el fuego para tostar esos granos que entregaban el primer aroma del día. Luego
molía los granos tostados en un molinillo de mano, vertía la harina en un
cuenco, agregaba miel y leche, y dividía el fragante ulpo en dos porciones que
Aukamañ y yo devorábamos hasta saciarnos.
Juntos crecimos durante los breves veranos
y los largos inviernos australes. Juntos aprendimos del viejo Wenchulaf que la
vida se debe tomar con gratitud. Así, por ejemplo, el pequeño Aukamañ y yo lo
mirábamos con respeto cuando tomaba la hogaza de pan y, antes de cortar las
rebanadas para Kinturray y para él, agradecía al ngünemapu ese kofke, el
alimento ofrecido por la Tierra.
Durante los veranos salíamos con el viejo
para alegrar, nombrándolos con gratitud, a los arroyos y a las cascadas, para
alegrar al bosque y a sus senderos, a los peces y a los pájaros, para alegrar a
todo lo que vive, porque los mapuche, la Gente de la Tierra, sabe que la
naturaleza se alegra con su presencia, y lo único que pide es que se nombren
sus portentos con palabras bellas, con amor.
En los inviernos sentíamos cómo arreciaban
la lluvia y el granizo. También oíamos la silenciosa caída de la nieve, felices
bajo el cálido abrigo de la ruka y por el fuego siempre encendido. Y en los
días de espesa niebla, Wenchulaf nos decía que esa niebla era un manto dichoso
que cubría a mapu, la Tierra, y que ésta preparaba los regalos que nos
ofrecería apenas se retirase el frío a su morada, en las altas montañas.
Aukamañ y yo crecimos escuchando al viejo
Wenchulaf. Nos contaba que en octubre, en el longkon kachilla küyen —el mes de
las espigas y quinto de los trece meses del año mapuche—, cuando el sol ya
calienta y el ngünemapu ordena que las ramas de los walle, de los altos robles,
se llenen de diweñes, los dulces hongos que tanto nos gustaban, él enseñaría al
cachorro de hombre a lanzar un trozo de luma, esa madera durísima que golpea
las altas ramas sin dañarlas, para que cayesen los diweñes como una lluvia de
miel.
—Pero tendremos que cuidar a Afmau para que
no se los coma todos —indicaba el siempre risueño Wenchulaf, mientras cardaba lana
de oveja y, a su lado, Kinturray la hilaba en la rueca.
Aukamañ, el cachorro de hombre, era curioso
y no cesaba de hacer preguntas al padre de su madre.
—¿Y los piñones, chedki? —preguntaba—. ¿Me
enseñarás también cómo conseguir que caigan los piñones?
Wenchulaf siempre tenía una respuesta y
explicaba que, para disfrutar de los piñones, hay que esperar a que antü, el
sol, se canse de brillar tanto en el cielo y el ngünemapu le ordene reposar.
—Será en marzo o abril, en el ngülliw
küyen, el mes de los piñones y décimo mes del año mapuche, cuando las altas
araucarias prodiguen el regalo de sus sabrosos frutos. Pero hay que tener
paciencia, pichiche —decía Wenchulaf—. ¿Te he contado que en el comienzo de la
vida las araucarias daban frutos durante todo el año? Pero eran frutos sin
sabor y secos. Entonces el ngünemapu habló con las araucarias y les aconsejó
ser pacientes, muy pacientes, y por eso las altas araucarias dan frutos
solamente cuando alcanzan la edad de un hombre viejo. Tú, Afmau y yo haremos un
viaje hasta las tierras de nuestros peñi, de nuestros hermanos los pewenche, la
Gente del Pewen, que es el nombre que ngünemapu ha dado a la araucaria, y ellos
nos contarán más historias del gran árbol, de sus frutos y de las tierras al
pie de la cordillera.
Más allá del acogedor calor de la ruka caía
la lluvia buena del sur del mundo, que se helaba cubriendo el suelo con un
espejo de escarcha; o la nieve lo tapaba todo con un manto que invitaba a
seguir escuchando al viejo junto al fuego.
Kayu
Seis
Ha cesado la lluvia y el bosque recupera
todos sus olores. Me dispongo a retomar la búsqueda del rastro del fugitivo,
pero oigo unas voces que me alarman. La manada de hombres ha salido del
cañaveral de koliwe y regresan. Los veo cruzar el río crecido por la lluvia.
Maldicen la desgracia de estar empapados y
los rasguños que se han hecho. Se les nota furiosos y agotados. Entre las voces
se impone la del jefe de la manada, que los llama cobardes y les repite que
sólo están persiguiendo a un indio, y que además está herido.
Yo confiaba en que permanecerían en el
cañaveral y tardarían en encontrar una salida. Me reconforta saber que la
lluvia ha borrado las huellas del fugitivo que ellos podrían descubrir, me
adentro en el bosque dando un rodeo para que no me vean y así poder acercarme a
los que dicen ser mis amos, una vez que se hayan instalado a pasar la noche.
Llego hasta ellos cabizbajo y con el rabo
entre las patas. Me acerco sumiso hasta el jefe de la manada y recibo los
latigazos que me propina como castigo.
—¡Maldito perro! —exclama mientras me azota
y ata a mi cuello la cadena.
—No le pegues más, el perro nos guio bien y
no tiene la culpa de que el indio se mueva mejor que nosotros —dice uno de los
hombres de la manada.
—¡No te metas! Yo sé cómo tratar al perro
—grita el jefe de la manada y me da una patada antes de dejarme en paz.
Me alejo de ellos todo lo que me permite la
cadena, me echo y, desde donde estoy, los veo ateridos, tiemblan de frío,
algunos declaran sentir fiebre y hambre, mucha hambre. Intentan, inútilmente,
encender un fuego, pero la lluvia no ha dejado ni una astilla seca.
Se culpan entre ellos por lo lento que
avanzan, maldicen el tiempo, la lluvia, el cañaveral, el bosque, el cielo..., y
maldicen tanto que el ngünemapu se ofende y hace rugir a tralkan, el trueno,
antes de descargar una nueva tormenta.
Los hombres de la manada se agrupan cerca
de los árboles, se cubren con capas de hule y tratan de darse calor unos a
otros. Tan sólo el jefe de la manada, aferrado a su arma de matar, vigila
mirando hacia la espesura sin ver más que sombras que no entiende.
Yo huelo la desesperación de la manada.
Huelo el miedo, el hambre, el asco que sienten al devorar trozos de pan mojado
que se deshace en sus manos.
Echado, recibo la lluvia y me repongo de
los golpes. Oscurece muy pronto. Siento dolor, es cierto, pero no estoy triste,
y así me lo dice küdemallü, la luciérnaga, que pese a la lluvia ilumina con su
diminuta luz verde.
Los hombres de la manada no la ven, pero
ella se posa en mi nariz dispuesta a entregarme su pequeño calor.
Küdemallü quiere que la mire fijamente para
recordarme, de esa manera, que el rastro del fugitivo huele a leña seca, a
harina, a miel, a todo lo que perdí.
Cierro los ojos y su brillo verde traspasa
mis párpados, los llena de una luz intensa, y en esa luz me veo junto a Aukamañ
y Wenchulaf. Hay también otros cachorros de hombre, todos Gente de la Tierra,
felices de asistir al ayekantun, el encuentro para aprender con alegría, porque
el viejo mapuche habla del inicio de todas las cosas.
Aukamañ tiene nueve años, y yo tal vez
tenga la misma edad. El niño acaricia mi cabeza mientras escucha al chedki, al
padre de su madre, que haciendo sonar el kultrun, el pequeño tambor circular de
los cánticos, rogativas y narraciones importantes, les habla del terrible duelo
mantenido por dos serpientes, Trengtreng Filu y Kaykay Filu, para decidir cuál
de las dos merecía reinar sobre todas las cosas. Pero la lucha fue ardua y
prolongada, tanto que al final, cansadas, decidieron que Trengtreng Filu
reinaría sobre los mares y Kaykay Filu sobre la tierra firme, los montes y los
volcanes. Eso les está narrando Wenchulaf a los niños mapuche cuando es
interrumpido por las voces de alarma que llegan desde las rukas.
Un vehículo se acerca, se detiene, de él se
baja una manada de hombres. Son wingkas, extraños, no son Gente de la Tierra, y
llevan armas de matar.
El jefe de la manada se dirige a Wenchulaf
y le pregunta si él es el longko, el que más sabe, el que enseña y aconseja, el
que guía a la Gente de la Tierra.
Wenchulaf ordena a los niños que se pongan
a su espalda, y en la lengua de los wingkas contesta que sí, que él es
Wenchulaf el longko, y que por sus venas corre la sangre del gran Kallfukura.
Los wingkas hacen gestos despectivos. Nada
saben de la Gente de la Tierra. Ninguno de ellos habla mapudungun. Nunca oyeron
el nombre de Kallfukura —Piedra Azul—, el gran longko cuya sola mención hizo
temblar de miedo a miles de wingkas a los dos lados de las grandes montañas, a
ambas orillas de los dos grandes océanos.
El jefe de la manada de wingkas le enseña
una hoja de papel y dice que en esa hoja de papel se ordena que la Gente de la
Tierra abandone el poblado, sus casas, sus tierras, sus bosques, sus ríos, sus
lagos, sus quebradas, sus frutos, su harina, su leche y su miel.
Wenchulaf responde que el suelo que pisan y
todo lo que ven es del ngünemapu, y que la Gente de la Tierra no se irá, y
agrega con una voz que nunca antes habíamos escuchado en él, muy diferente a la
dulce y tranquila voz de sus narraciones y sus cánticos:
—Hace mucho, mucho tiempo, vinieron wingkas
del norte, de la pikun mapu, la tierra de la mala suerte, y luchamos, vencimos
y los expulsamos. Luego vinieron wingkas del oeste, de la lafken mapu, la
tierra de los espíritus del mal, ellos trajeron tu lengua de wingka y tu dios,
y luchamos, los vencimos y los obligamos a aceptar la paz. Vete y di a tu
longko que la Gente de la Tierra no se irá.
Y éstas son las últimas palabras que
Aukamañ, los niños mapuche y yo escuchamos al anciano, porque entonces el jefe
de la manada de wingkas alza su arma de matar y la sangre de Wenchulaf escapa a
raudales de su pecho y se une a la wallmapu, a la patria de la Gente de la
Tierra.
La luz verde de küdemallü, la luciérnaga, humedece
mis ojos cerrados, pero aun así veo al wingka que me toma del cuello, también
veo a Aukamañ, que abraza a su abuelo caído y se incorpora para defenderme, mas
el wingka es fuerte y lo hace rodar por el suelo de un golpe en la cara.
—Es un perro de raza, un pastor alemán.
¿Dónde diablos habrán robado este perro los indios? —dice el wingka.
Ése fue el día en que lo perdí todo, le
digo desde el fondo de mis ojos a küdemallü, la luciérnaga, y su luz verde me
contesta que no sólo fui yo el que lo perdió todo ese día.
Veo a la Gente de la Tierra, entre ellos a
Aukamañ y Kinturray, alejándose pesarosos del poblado en llamas, vigilados por
wingkas con armas de matar, y veo cómo grandes bestias de metal arrasan el
bosque y derriban a lemu y toda su grandeza. Caen los robles generosos de
diweñes y los robustos alerces, las araucarias y el sagrado foike, el siempre
verde canelo. Todo cae.
—¡Afmau! ¡Afmau! —grita Aukamañ, y su voz
es lo último que pierdo.
Bajo mis párpados, la luz verde de
küdemallü, la luciérnaga, me dice:
—Tienes muchos años en tu cuerpo
maltratado, casi el doble de los años que tenías cuando los wingkas te alejaron
de Aukamañ, pero el ngünemapu ha decidido que vivas hasta que lo encuentres y
lo ayudes.
Reqle
Siete
El día que los wingkas me quitaron todo lo
que me proporcionaba alegría empezaron los años del dolor y las golpizas.
Me llevaron a rastras hasta un territorio
triste, no había aromas amables, no había bosques, sino unos árboles de sombra
incierta y que ellos llaman pinos. Ningún pájaro anidaba en sus ramas, ningún
animal se movía al pie de sus troncos, y hasta piru, el gusano, evitaba asomar
su cuerpo entre las aceitosas hojas que cubrían el suelo.
Los wingkas son seres de costumbres
extrañas, no sienten gratitud hacia todo lo que hay. Al cortar el pan lo hacen
sin respeto, sin agradecer al ngünemapu por ese alimento, y cuando sus bestias
de metal talan el viejo bosque de siempre, no sienten el dolor de lemu, ni le
piden perdón por lo que hacen.
Para ellos, desde el momento en que se me
llevaron del caserío mapuche, yo debía de ser un perro especial, nunca he
sabido por qué debía de ser diferente a los otros perros. Es cierto que soy
grande y veloz, pero mi carne sufre como la de los demás al recibir los
latigazos y también me humilla la jaula en la que me encierran, y también me
hiere la cadena que atan a mi cuello.
Quisieron darme nombres extraños como
Capitán o Boby, mas jamás obedecí a tales nombres y empezaron a llamarme
«perro». Mi único nombre es Afmau, porque así me llamó la Gente de la Tierra.
Más tarde quisieron que me enfrentara a
otros perros en combates que ellos celebraban bebiendo un agua turbia que los
torna torpes y brutales. Me enfrenté a los otros perros cautivos pero sin
atacarlos. Recordaba los movimientos lentos, sigilosos de nawel, el jaguar, y
los repetía mirándolos a los ojos y enseñando los colmillos. Mis tristes
compañeros de cautiverio bajaban la cabeza y se alejaban con el rabo entre las
patas. Entonces los wingkas nos azotaban, a ellos llamándoles cobardes, y a mí
por infundirles temor.
Pasé varios veranos cortos, con sus
respectivos e interminables inviernos, en la jaula, o atado a alguna de las
bestias de metal que arrasaban los bosques, sin otra misión que ladrar ante la
presencia de hombres ajenos a la manada, hasta que un día ocurrió algo que hizo
más llevadero mi cautiverio.
Un wingka de la manada se hizo con algo, no
sé qué sería, al parecer muy importante para ellos, y huyó entre la plantación
de pinos. El jefe de la manada ordenó: «¡Traigan al perro!», y me frotó la
nariz con la manta del que había huido. Olía a sudor rancio, a miedo, al agua
turbia que los wingkas beben, y no me fue difícil dar con el rastro. Los
conduje hasta él dando rodeos, pude haberlo hecho en poco tiempo, mas descubrí
que esa pequeña libertad devolvía la elasticidad a mis músculos, la agudeza a
mis ojos, a mis orejas; y a medida que me alejaba de la plantación de pinos
regresaban a mi olfato los olores conocidos.
A partir de ese hecho, de la captura de ese
hombre, el jefe de la manada decidió que yo era su perro y ya no volví a la
jaula ni a estar encadenado junto a alguna bestia de metal.
Debía permanecer siempre junto a él.
Gritaba: «¡Perro, siéntate!», y yo me sentaba. «¡Perro, ataca!», y yo enseñaba
los colmillos. A veces el jefe de la manada y otros wingkas salían de las
plantaciones de pinos y se internaban en el viejo bosque. Llevaban sus armas de
matar, disparaban y yo tenía que correr en busca de la presa abatida. Y cuando
las encontraba y me hallaba frente a los cuerpos heridos, gruñía: «Te pido
perdón, yarken, la lechuza», «Te pido perdón, wilki, el zorzal», «Te pido
perdón, sillo, la perdiz», «Te pido perdón, maykoño, la tórtola, por la
conducta de los wingkas, que matan todo lo que vuela», y destrozaba sus cuellos
con mis colmillos para evitarles la dolorosa agonía.
Fui el perro. El perro del jefe de la
manada de wingkas, de los que no son Gente de la Tierra. El perro capaz de
seguir un rastro y de cobrar presas en las cacerías. El perro que se alimentaba
de las sobras y sentía cómo los inviernos se le metían en los huesos, cómo el
cansancio de una vida que ha de durar lo que el ngünemapu decida se apoderaba
de él.
El día en que el jefe de la manada dijo que
tenían que cazar a un indio me sentía viejo y cansado.
—¿Por qué? ¿Qué nos ha hecho ese indio?
—consultó un hombre.
—Porque es un indio listo, de los que saben
leer y escribir. Es muy joven, pero anda soliviantando a los mapuche, los anima
a recuperar sus tierras —contestó el jefe de la manada.
—Para eso está la policía. Nosotros
cumplimos expulsándolos de sus casas y ahora nuestro trabajo es cuidar las
plantaciones madereras —alegó el otro hombre de la manada.
—Escúchame bien. Ese indio vio cómo matamos
al longko Wenchulaf. Es un testigo, y si un día alguien investiga lo que pasó,
ese joven indio al que llaman longko Aukamañ nos puede acusar y terminaremos en
la cárcel. Por eso debe morir —dijo el jefe de la manada.
Yo oí el nombre de Aukamañ y sentí que la
sangre corría veloz por mis venas, que mis huesos recuperaban solidez, que mis
pasos podían llevarme hasta el joven que fue mi peñi, mi hermano, cuando los
dos no éramos más que un pichiche y un pichitrewa, unos cachorros de hombre y
de perro.
Al día siguiente, la manada de wingkas
cargó en una camioneta sus armas de matar, comida, el agua turbia que los torna
brutales y otros menesteres. Yo viajé con el cuerpo encogido en una jaula, pero
no me importó.
Luego de un largo trayecto por caminos
accidentados, el vehículo se detuvo en las laderas de un monte. Todo olía como
antaño, el bosque cercano y la vegetación eran una fiesta de aromas, y también
me llegaba el grato olor de la leña seca ardiendo. Muy cerca corría un río y,
junto a él, había un caserío de la Gente de la Tierra. Las rukas se alineaban
con las puertas principales orientadas hacia la puelmapu, la tierra del este,
desde donde cada día se alza antü, el viejo sol.
La manada de wingkas empezó a bajar por el
monte con sigilo. El jefe de la manada sostenía con fuerza la cadena con que me
llevaba atado al cuello, tiraba de ella para recordarme el poder de su
crueldad. Entonces lo vi.
Rodeado por un pequeño grupo de hombres y
mujeres mapuche, un grupo de Gente de la Tierra, estaba el joven, que se cubría
con el makuñ, el poncho negro y rojo —los colores de la nobleza y el valor—,
tejido tal vez, así quise creerlo, por las manos de su madre Kinturray. En la
cabeza llevaba una vicha de iguales colores, y se movía con los mismos gestos
de su abuelo Wenchulaf.
Aukamañ ya era un che, todo un hombre
joven, y yo un trewa, un perro con mucho tiempo metido en el cuerpo.
El jefe de la manada de wingkas entregó a
otro hombre la cadena que me sujetaba y levantó su arma de matar.
Entonces yo ladré con todas mis fuerzas y
el disparo alcanzó a Aukamañ en una pierna. Lo vi caer y volver a levantarse.
Avanzó cojeando hasta el cercano bosque. Lemu lo cobijó en su oscuridad verde y
no lo vimos más.
En el suelo había sangre. Olía a la leña
seca ardiendo que guardaba en mi memoria, a pan, a harina, a leche y a miel.
Así empezó la cacería que se ha prolongado
hasta el anochecer, muy cerca de la orilla en la que, junto a la manada de
wingkas, espero con las orejas alerta.
Pura
Ocho
Amanece y sigue lloviendo. No sé si he
dormido y he soñado todo lo que küdemallü, la luciérnaga, me mostró, o si he
soñado que dormía. Me siento fuerte y olvido el hambre, porque antes de abrir
los ojos veo la tenue luz verde de mi hermana la luciérnaga brillando todavía
bajo mis párpados.
El jefe de la manada de wingkas ordena que
prosiga la cacería, que se revisen las armas de matar, que esta vez se cargue
solamente el peso necesario para avanzar rápido, y reparte entre ellos unas
botellas del agua turbia que los hace crueles.
—Al cañaveral no volvemos —rezonga un hombre
de la manada.
—Lo rodearemos. Ya sabemos que el indio
cruzó el cañaveral y sólo puede estar en el bosque de más arriba. Cuanto más
suba, menos árboles habrá y antes lo veremos —dice el jefe de la manada.
El jefe de la manada tiene razón a medias.
Ignora que Aukamañ, el fugitivo, no atravesó el cañaveral de koliwe, el rastro
encontrado dice que lo vadeó y siguió hacia los bosques altos. Pero es cierto
que, más arriba, el bosque deja de ser espeso y la presencia del gigantesco
pewen, la altísima araucaria, indica que a partir de su reino empiezan las
rocas, los glaciares, la casa azul de ñamku, el aguilucho, de këlikëli, el
cernícalo, de mañke, el cóndor, de wenupang, el león del cielo.
Una vez más cruzo el río, nado, alcanzo la
otra orilla y corro hacia la playa de guijarros y el cañaveral. No corro veloz,
ahorro fuerzas, pues sé que me espera un largo camino. Llego al cañaveral,
espero hasta sentir cerca los pasos de la manada de wingkas, simulo buscar el
rastro oliendo el suelo, ladro y me interno entre las apretadas varas de
koliwe. Ahí me oculto y espero.
Al poco tiempo oigo sus voces, sus
maldiciones, sus quejas.
—El perro ha encontrado el rastro.
Adelante, a rodear el cañaveral —ordena el jefe de la manada, y los veo pasar
siguiendo el curso del río.
Sé que caminarán mucho hasta alcanzar los
límites del cañaveral. Las cañas se expanden por la ribera húmeda, y aunque su
espesura no se prolonga tanto como la del bosque infinito en la tierra plana,
la manada de wingkas tendrá que avanzar fatigosamente hasta encontrar el paso
hacia el bosque y el inicio de las montañas.
Sin moverme, espero hasta que se hayan
alejado y regreso por la orilla del río hasta el lugar donde viera las huellas
de Aukamañ, el fugitivo.
Ya no hay rastro de sangre, ya sea porque
la lluvia lo ha borrado o porque kollalla, la hormiga, ha transportado las
gotas de sangre seca hasta el laberinto del hormiguero. Puede ser, también, que
la herida ya no sangre, y pensar en eso me conforta, pues aunque Aukamañ y yo
tenemos la misma edad, él es joven, fuerte, y su cuerpo se puede reponer con
rapidez.
En el bosque reina una semioscuridad, y
tralkan, el trueno, deja sentir su rugido varias veces anunciando que la
tormenta será larga. Esto también me alegra, pese a que hace más difícil encontrar
el rastro de Aukamañ, porque torna más dura y fatigosa la marcha de la manada
de wingkas.
Así avanzo entre pelliñ, el roble de madera
roja; nguefü, el avellano de hojas fragantes; rewli, el raulí de corteza dura
como la piedra, y foike, el sagrado canelo que siempre está verde. Desde las
alturas, tan sólo se deja oír el canto de trikawe, el loro, entre el rumor de
la lluvia.
Mis tripas se quejan de hambre, pero ignoro
su protesta. A ratos bebo el agua fresca que cae desde las enormes hojas de
nalca y sigo con la nariz casi pegada al suelo. De pronto me llega el
reconfortante olor de la lana, busco, y entre las ramas bajas de raral, el
nogal silvestre que crece a la sombra de los grandes árboles, veo un una brizna
de lana negra.
Esa pequeña brizna de lana huele a leña
seca, a harina, a leche y a miel, huele a todo lo que perdí. Entonces, sentado
sobre mis patas traseras, aúllo con todas mis fuerzas, aúllo para que Aukamañ
sepa que estoy cerca y que voy a su encuentro. Aúllo porque la voz del dolor jamás
se olvida.
Aylla
Nueve
Aukamañ se guarece de la lluvia bajo un
árbol caído. Ha colocado encima unas hojas de nalca, pero aun así el agua de la
lluvia se cuela y lo moja.
Me acerco lentamente para que no vea en mí
una amenaza, para que no piense que soy un mandado de los wingkas, para que me
reconozca.
Alarmado, el joven se pone de rodillas y en
su mano brilla un puñal. No huele a miedo, conozco ese repugnante olor, y me acerco
hasta que baja la mano que empuña el arma.
—¡Afmau! —exclama Aukamañ y me abraza.
Por toda respuesta lamo su rostro y siento
el sabor salado de sus lágrimas.
Me aprieta entre sus brazos y, en la lejana
lengua de la Gente de la Tierra, me dice que nunca me olvidó, que siempre supo
que algún día volvería.
Es mi peñi, mi hermano. Soy su peñi, su
hermano. Aukamañ toca mi vientre, palpa mi hambre, de la bolsa de lana tejida
con los colores del valor y la nobleza saca harina tostada, con el agua pura de
la lluvia mezcla una papilla y, haciendo de sus manos un cuenco, me da de
comer. Antes de saciar mi hambre agradezco al ngünemapu ese alimento que
primero fue espiga, luego grano que unas manos tostaron y molieron.
Aukamañ no deja de abrazarme, y me dice que
debemos salir de ahí antes de que escampe. Habla de nosotros, de él y de mí
unidos como antes, y esta vez para siempre. En ese momento veo la sangre seca
que tiene en la pierna derecha.
Él mismo se ha rasgado el pantalón y ha
colocado un emplasto de musgo sobre la herida.
—No es una herida grave, Afmau. Tu ladrido
consiguió que el wingka fallara al disparar —dice, y hace amago de
incorporarse.
El olor de la herida me revela que pronto
será atacada por püllomeñ, el moscón azul que deja sus larvas en las heridas de
hombres y animales. Cuando el moscón ataca, provoca fiebre e infección. Sé que
debo hacer algo y apoyo mis dos patas delanteras en su pecho y empujo para
evitar que se ponga de pie.
—¿Qué haces, Afmau? Tenemos que salir de
aquí mientras dure la tormenta —dice sorprendido, mas yo no ceso de empujar con
mis patas para que permanezca como está.
Aukamañ me mira a los ojos. Hay confianza
en su mirada, sabe que no lo abandonaré y que en mi cabeza de perro hay una
idea que sólo puedo explicar con gestos y movimientos, porque, en el comienzo
de los tiempos, el ngünemapu dispuso que los animales y los hombres no se
entendieran hablando, sino a través de los sentimientos expresados con la forma
de mirar. ¿Quién no advierte la tristeza en los ojos de kawell, el caballo, que
luego de ser domado todavía siente su pérdida de libertad bajo los cascos?
¿Quién no percibe la pesadumbre en la mirada de mansum, el buey, atado al yugo
y alejado de la pradera? ¿Quién no percibe su pequeñez al mirar las pupilas de
mañke, el cóndor, soberano del cielo más alto?
Mantengo la mirada fija en los ojos
abiertos de mi peñi, mi hermano, que brillan como dos luces negras bajo la
vicha tejida con los colores del valor y la nobleza, el adorno del longko, del
que más sabe, del que enseña y aconseja.
—Está bien, Afmau. Aquí me quedo —dice
Aukamañ, y yo emprendo el regreso hacia el río, hacia el lugar donde la manada
de wingkas dejó cosas que no podía cargar.
Sigue lloviendo y me alegro de que así sea.
Que tralkan, el trueno, toque su tambor terrible, pues la tormenta no asusta al
que creció entre la Gente de la Tierra.
Mari
Diez
La manada de wingkas ha dejado varias
bolsas cubiertas con las capas de hule que usan para protegerse de la lluvia.
Comienzo a desgarrarlas con las patas y los colmillos, encuentro botellas del
agua turbia que los torna brutales, pan húmedo, munición para sus armas de
matar. Sigo desgarrando, rompiendo bolsas hasta que finalmente doy con la caja
adornada con una línea vertical cruzada por otra horizontal.
La levanto sujeta entre los dientes, no
pesa demasiado y podré llevarla sin mayor esfuerzo, pero antes de regresar
hasta el lugar donde Aukamañ me espera destrozo todas las bolsas.
Sé que la lluvia arruinará los pertrechos
de la manada de wingkas, que eso les causará una ira enorme y provocará que se
odien unos a otros; y para que el daño sea mayor llevo hasta el río una a una
las botellas del agua turbia que los torna brutales. Sin esa agua turbia y sin
pertrechos tendrán que largarse, y yo guiaré a Aukamañ hasta el país de los
pewenche, que curarán su herida.
Pienso en eso mientras la euforia con que
destrozo hace que me descuide, y cuando mis orejas captan la presencia de los
wingkas, ya es demasiado tarde.
—¡Maldito perro! —grita uno de ellos.
Son dos, nadie los sigue. Uno se apoya en
su arma de matar, pues se ha dañado un pie y apenas se sostiene. El otro
levanta su arma de matar y yo me abalanzo encima de él.
El disparo produce un ruido tan poderoso
como el rugido de tralkan, el trueno, yo siento un golpe atroz en el pecho, que
sin embargo no me detiene, y mis dos patas delanteras chocan con el wingka, que
se cae al río, pierde su arma de matar y echa a correr por la orilla. Entonces
siento un profundo dolor que me derriba, y la sangre que mana de mi pecho se
une al agua que baña los guijarros.
El otro wingka también ha huido. Lo veo
alejarse cojeando, descargando el peso en su arma de matar, que se hunde en el
lodo de la orilla.
Una voz que me reclama desde un lugar que
mis orejas no pueden precisar me ordena que olvide a los wingkas, que me
levante y agarre entre los dientes la caja marcada con una línea vertical
cruzada por otra horizontal, y vaya hasta el refugio de Aukamañ.
Tal vez sea la voz de lemu, el bosque
protector. Tal vez sea la voz del ngünemapu recordándome que me llamo Afmau
—leal y fiel— y que debo ser digno del nombre que me dio la Gente de la Tierra.
Al cruzar el río, el agua fría hace menos
dolorosa la herida, y al llegar a la otra orilla, de mi pecho sigue cayendo
gota a gota el tiempo que me queda de vida.
Corro entre los árboles, que parecen
apartarse para abrirme un sendero. El ngünemapu ordena a añpe, el suave
helecho, que me limpie al pasar la herida del pecho; a wemul, el cervatillo,
que me de ánimos con su dulce mirada; y a rere, el pájaro carpintero, que mande
un mensaje de esperanza hasta el refugio de Aukamañ.
Corro. No siento mis patas al tocar el
suelo. No sé si el aire entra por mi nariz, no sé si mis ojos ven algo más que
el verde del bosque, hasta que ya sin fuerzas caigo y escucho la voz de
Aukamañ.
—¡Afmau! —exclama abrazándome, y yo suelto
la caja adornada con una línea vertical cruzada por otra horizontal.
Me envuelve un dulce aroma a lana y con los
ojos semicerrados distingo los colores de la nobleza y el valor del poncho que
me cubre. Ya no siento dolor, pues Aukamañ ha abierto la caja y ha sacado de
ella un polvo blanco que echa sobre su herida, la cubre enseguida con una tela
blanca que enrolla a su pierna, y es como si al hacerlo hubiera curado mi
propia herida.
El aire se detiene lentamente y no necesita
entrar en mis pulmones. Aukamañ me acaricia, en la dulce lengua de la Gente de
la Tierra me dice que soy su peñi, su hermano llamado Afmau, leal y fiel, y me
habla de los días lejanos cuando no éramos más que un pichiche y un pichitrewa
creciendo al amparo del río y del bosque.
Una gran paz me llena y desde el fondo de
mi ser oigo la voz del ngünemapu, que es la misma voz del anciano Wenchulaf, me
dice que es el momento de emprender el gran viaje, pero que antes de dar el
primer paso escuche por última vez la voz de mi peñi, de mi hermano mapuche.
Aukamañ me toma en sus brazos y dice:
«Marichiweu peñi, diez veces venceremos, hermano», que es la forma que tiene la
Gente de la Tierra de despedirse, sin decir jamás adiós.
Yo soy Afmau, el recuerdo de un perro, y mi
historia se cuenta en las rukas de la Wallmapu, cuando la niebla del sur del
mundo oculta el país de los mapuche, la Gente de la Tierra.
Gijón, julio de 2015. Llitun ül wilki
küyen, mes en que comienza el canto del zorzal y segundo mes del calendario
mapuche.
Glosario
1 – kiñe 10 – mari 19 – mari aylla
2 – epu 11 – mari kiñe 20 – epu mari
3 – küla 12 – mari epu 30 – küla mari
4 – meli 13 – mari küla 40 – meli mari
5 – kechu 14 – mari meli 50 – kechu mari
6 – kayu 15 – mari kechu 60 – kayu mari
7 – reqle 16 – mari kayu 70 – reqle mari
8 – pura 17 – mari reqle 80 – pura mari
9 – aylla 18 – mari pura 90 – aylla mari
100 – kiñe pataca
1000 – kiñe waranka
Afmau: leal y fiel.
Aliwen: árbol.
Alka: gallo.
Antü: el sol.
Añpe: helecho.
Aukamañ: cóndor libre.
Ayekantun: encuentro donde se cuentan
historias y se canta de manera alegre.
Che: gente, hombre.
Chedki: padre de la madre. Abuelo materno.
Chinge: zorrillo.
Diweñe: hongo dulce que crece en las ramas
del roble.
Foike: canelo, árbol sagrado de los
mapuche.
Kallfukura: Piedra azul. Así se llamó un
gran jefe mapuche.
Kallfütray: ruido del cielo.
Kawell: caballo.
Kaykay Filu: serpiente que domina la
Tierra, los montes y volcanes.
Këlikëli: cernícalo.
Kofke: alimento ofrecido por la Tierra.
Koliwe: bambú.
Kollalla: hormiga.
Konkon: búho.
Küdemallü: luciérnaga.
Kultrun: pequeño tambor circular de los ritos
mapuche.
Kuyen: la luna.
Lafken mapu: tierra del oeste, de donde
vienen los espíritus malos.
Lakonn: la muerte.
Lemu: bosque.
Leufü: río.
Llüngki: rana.
Longko: autoridad mapuche que dirige y
aconseja.
Makuñ: poncho.
Mamüll: leña seca.
Mansum: buey.
Mañke: cóndor.
Mapu: Tierra.
Mapudungun: lengua de la Gente de la
Tierra. Idioma mapuche.
Mari mari chaw: buenos días, padre.
Mari mari kompu che: buenos días a todos.
Mari mari ñawe: buenos días, hija.
Maykoño: tórtola.
Monwen: la vida.
Nawel: jaguar.
Nawelfüta: jaguar grande.
Nguefü: avellano.
Ngünemapu: ser superior que manda sobre
todo lo que vive en la Tierra.
Ñamku: aguilucho.
Pelliñ: roble de madera roja.
Peñi: hermano.
Pewen: piñón, fruto de la araucaria. El
árbol también se llama pewen.
Pewenche: Gente del Pewen.
Pichi: pequeño, chico.
Pichiche: niño pequeño.
Pichitrewa: cachorro de perro.
Pikun mapu: tierra del norte, tierra de la
mala suerte.
Pinüyke: murciélago.
Pire: la blanca nieve endurecida.
Piru: gusano de la lluvia.
Puelmapu: tierra del este.
Püllomeñ: moscón azul.
Raral: nogal silvestre.
Rere: pájaro carpintero.
Rewli: raulí.
Ruka: casa tradicional mapuche.
Sillo: perdiz.
Tralkan: el trueno.
Trengtreng Filu: serpiente que domina los
mares.
Trewa: perro.
Trikawe: loro.
Tunduku: ratón del monte.
Ufisa: oveja.
Walle: los altos robles.
Wallmapu: patria de la Gente de la Tierra.
Waren: ratón grande.
Wemul: cervatillo.
Wenchulaf: hombre feliz.
Wenupang: león del cielo.
Wigña: gato salvaje.
Wilki: zorzal.
Wingka: extraño, que no es mapuche.
Yarken: lechuza.
LOS TRECE MESES DEL AÑO MAPUCHE
We tripantu küyen, mes del año nuevo, del
21 de junio al 18 de julio.
Llitun ül wilki küyen, mes en que comienza
el canto del zorzal, del 19 de julio al 15 de agosto.
Llitun pofpof anümka küyen, mes en que
aparecen los brotes de los granos plantados, del 16 de agosto al 12 de
septiembre.
Rayen awar küyen, mes en que florecen las
habas, del 13 de septiembre al 10 de octubre.
Longkon kachilla küyen, mes de las espigas,
del 11 de octubre al 7 de noviembre.
Karü kachilla küyen, mes del trigo verde,
del 8 de noviembre al 5 de diciembre.
Kudewallüng küyen, mes de las luciérnagas,
del 6 de diciembre al 2 de enero.
Püramuwün kachilla küyen, mes de la
cosecha, del 3 de enero al 30 de enero.
Trüntarü küyen, mes de las termitas, del 31
de enero al 27 de febrero.
Ngülliw küyen, mes de los piñones, del 28
de febrero al 27 de marzo.
Malliñ ko küyen, mes del agua en las vegas,
del 28 de marzo al 24 de abril.
Trangliñ küyen, mes de las heladas, del 25
de abril al 22 de mayo.
Mawün kürüf küyen, mes de la lluvia y el
viento, del 23 de mayo al 19 de junio.
LUIS SEPÚLVEDA CALFUCURA (Ovalle, 4 de
octubre de 1949) es un escritor, periodista y cineasta chileno, autor de
cuentos y novelas, entre las que se destaca Un viejo que leía novelas de amor y
Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar.
Ha recorrido desde muy joven casi todos los
territorios posibles de la geografía y las utopías, y de esa vida inquieta y
agitada ha sabido dar cuenta, como dotadísimo narrador de historias, en
apasionantes relatos y novelas. De su obra cabe destacar los bestsellers
Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar y Un viejo que leía
novelas de amor. Otros títulos destacables en la trayectoria del autor son
Mundo del fin del mundo, Nombre de torero, Patagonia Express, Desencuentros,
Diario de un killer sentimental, seguido de Yacaré, y La lámpara de Aladino.