martes, 18 de octubre de 2016

UN HOMENAJE A LA ALEGRÍA DE PARÍS.

Con sus flores, mercados y elegante moda, París es una verdadera fiesta. Despierto en París, luego de un domingo de andar de a pie, sabiendo que la ciudad está desvelada y alerta, comienza otra semana de gloria para deleitar mis días de descanso. A París se le hace el amor caminando, siguiendo sus curvas, es fácil acariciarla con los ojos, sentir su aliento de mujer deliciosa. Me dijo buen día mientras se ponía unas medias largas y finitas en el borde de la cama. Unos minutos antes había escuchado cómo se lavaba la cara. Su ir de aguas, pequeño y encantador, suena siempre como el comienzo del adagio de la quinta de Mahler. Caminó por el cuarto desnuda buscando algo, sus reflejos en los espejos de penumbras parecían presagios de las mil y una noches. El piso estaba lleno de libros y revistas del día anterior, en mi mesa de noche, vasos y diccionarios; el de símbolos, de Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, y el de los dioses griegos, de Graves. Los símbolos son a la vida los emblemas del arraigo y lo posible. Sobre la silla Luis XV, su vestido de organza negro reposa con la calidez de nuestra cena pasada, entre caracoles y cigalas, entre sorbos pequeños del Château Ausone que ponderó el decoro anciano de Pommerol mientras compartíamos sobre el final un chateaubriand béarnaise, con pommes frites. París, vana e intelectual, es un homenaje a la alegría con sus flores, mercados y elegante moda. Aquí reside la Maison Lesage de broderie y cada destello de la historia de la moda, donde los botones se cosen a mano, como también dobladillos, ojales y pasamanerías. Aguja, dedal, tijera y tradición. La ciudad es un festejo a gran escala con las lejanas y antiguas raíces de la arquitectura, ingeniería de puentes y palacios que estremecen el alma. El cuarto del hotel tiene una ventana muy grande que da a un patio lleno de enredaderas, decenas de toldos colorados sobre el verde lustroso me hacen pensar en un cuadro de Matisse. Las cortinas y las hojas de la ventana están abiertas de par en par. Escucho la bañadera llenándose. Me sumerjo, pero antes llevo un sillón para ella, me encanta hablar mientras me baño, tengo una jarra enorme de café, amargo, fecundo. Abro la enorme ventana del baño encima de la tina y veo desde el agua, otra vez, los toldos y enredaderas repetirse decenas de veces hasta el cielo azul. En ese contorno final, tímidamente, se asoma apenas la torre Eiffel. Salimos caminando por la avenida Montaigne hasta el Pont de l'Alma, donde el Sena, turbulento y elemental, parece cuidar todavía las estelas de los temerarios barcos vikingos. Ahora tan sólo amantes y motocicletas Vespa lo recorren, buscando destinos más modernos entre bocinas, auriculares y las chatas cargueras que embarcan arena. El destino es la rue de Varenne, que alberga el museo Rodin. Allí una mañana entera, otra vez, no alcanzará para revisar los rasgos de este artista implacable, que residen en guarda entre los jardines geométricos y el palacio que aún conserva sus vidrios viscosos y antiguos. Son quizá sus obras dedicadas a las manos las que me hacen ir, durante la visita, una y otra vez al piso superior para admirarlas. Sólo un hombre que amó profundamente entre infiernos puede haber logrado esa delicadeza extrema. Aquellas manos cobijan silencio, que es el más bello de los bienes humanos. Luego, desandamos calles por Saint-Germain-des-Pres, hasta el Café de Flore, donde un tardío almuerzo de huevos à la coque y steak tartare nos dejan finalmente en la librería La Hune. Allí reviso la colección de literatura de La Pléiade que atesoro en mi biblioteca de poesía en Uruguay. París, París, París... La vida fue otra luego de residir en ella. Fue allí donde comprendí el verdadero valor, dimensión y arraigo del sur de América.

Francis Mallmann

TIERRA DEL ESPUMANTE EN TREVISO, (ITALIA).

Tierra de espumante. Treviso, donde se produce el Prosecco, un lugar ideal para seducir a los paladares. En vez de tomar lo que tal vez es el camino más directo (esto quiere decir Bologna-Ferrara-Padua-Venecia), decidimos dar una pequeña vuelta por el Véneto y tomar la carretera que va vía Modena-Capri-Mantua-Verona, y de ahí a Venecia. Pero henos aquí que a último momento decidimos desviarnos un poquito más y hacer nuestra entrada a la ciudad de los canales atravesando Treviso. La verdad es que hasta ese momento todo había salido de maravillas y la curiosidad se había apoderado de mí. Muchas cosas me habían contado de esta provincia homónima, cuna del Prosecco, y a ciencia cierta me sobraban una buenas horas. Debo decir que Treviso es un gran interludio entre Verona y Venecia. Situada en la confluencia de los ríos Botteniga y Sile, está dotada de infinidad de iglesias, importantes palacios y lindísimos canales. Es una ciudad ideal para caminarla tranquilamente, descubrir las más de treinta simpáticas fuentes repartidas por todo el casco urbano y admirar las diferentes torres que sobresalen de las medianas construcciones romanas y renacentistas. A esto me dediqué enteramente durante un buen par de horas, dando vueltas, estableciendo rápidas conversaciones con los locales y sacando, primero con mi retina, las fotos de costumbre para tener recuerdos impresos. Una de las cosas que más me comentaban los trevisanos al ser cuestionados por mi curiosidad tenía que ver con Il Cibo ( léase "Il Chibo", alimento o comida), y me aseguraban que en cualquier lugar donde decidiera comer lo haría increíblemente, que lo único que tenía que hacer era seguir mi instinto y elegir el sitio que más me llamara la atención. Así, caminé por la calle Vicolo Broli y me detuve frente al numero 2. Osteria dai Naneti, rezaba el cartel de la entrada y su vitrina mostraba alguno de los productos mas típicos de la región: todo tipo de charcutería, chacinados y quesos. Me asomé por la ventana y vi los estantes llenos de gran cantidad de botellas que representaban lo mejor de las uvas locales con el espumante Prosecco como estrella, amén de la cantidad de más productos típicos que colgaban del techo y los viejos carteles de tiempos pasados que engalanaban sus muros. Esta es la mía, me dije, y entré. Un coro de voces me recibió con un fuerte buongiorno, y el mundo de los sabores se abrió ante mis ojos. Detrás de una pequeña barra, dos jóvenes y risueños italianos hablaban con sus clientes mientras preparaban algunas de las delicatessen que seguramente iban a ser consumidas con fruición. Tengo que confesarles que estaba listo y dispuesto para disfrutar de algún elevado ejemplo de la cucina italiana, de probar las mieles de un importante vino de renombre y así continuar mi viaje como un verdadero dandy. Afortunadamente, uno de los encargados del lugar tuvo la inteligencia y picardía de venderme uno de los panini -o sándwiches- más ricos que he probado en mi vida y uno de los más simples. Tan simple como una pequeña baguete abierta al medio rellena de sgombro (caballa) y tomates picados. La combinación del crocante pan embebido en el aceite de la caballa y los tomates picados con un poco de cebolla y ajo, la copa de fresco Prosecco y el ambiente o la onda del lugar sigue siendo hoy un grato recuerdo que he prometido repetir. Nota de Iván de Pineda. LA NACION. Procesado por Jorge Luis Icardi. 18 de octubre de 2016.

LA TENTACIÓN

Soy aún aquel niño que, saliendo de la escuela, tomó una manzana de un árbol. Lo que verdaderamente inspiró mi vida fue haberme criado entre los lagos de la Patagonia.
De niño, recogí allí un bello silencio, un lenguaje que tuvo el arraigo de las nubes. Ellas, sin darme cuenta, hicieron brotar mi destino. Echado con mis perros en los pastizales, las miraba pasar, raudas y veloces con el viento -o estancas, densas-, con los presagios de la nieve. En verano eran espumosas y en mayo, ya entrado el otoño, se apoyaban sobre las montañas todo el mes, descargando agua, que traía hongos de pino y las primeras nevadas, tímidas.
Toman abruptamente las montañas, aparecen en el oeste como un pequeño presagio, muy altas, con las horas van bajando oscuras, presuntuosas, temibles y descargan su ímpetu tenaz, como una arroyada de amor blanco. La observación de aquellas tormentas de nieve conectaron cada paso de mi vida, con mi hacer. Aprendí de ellas a ser implacable. En silencio. Recordándolas, siempre supe que no hay puentes que no se puedan cruzar, muy despacio, a veces retrocediendo unos pasos y volviendo a acometer. Cuántas veces al llegar al otro lado comprendí que no pertenecía a mi nuevo destino, haciendo escuetos campamentos temporarios.
En algunas ocasiones, al querer regresar el puente ya no estaba, pero siempre, aferrado a mi esencia, encontré un pequeño sendero para salir. Cuando tenía nueve años me gustaba saltar como un sapo usando las manos y los pies para impulsarme en extensos rebotes. La técnica consistía en que los pies llegaran hasta las manos y de allí un nuevo impulso profundo me hacía salir elongado como un resorte hacia adelante. Mágico. Creía que era mágico poder convertirme en sapo. La sensación de libertad que sentía en cada salto me producía un espasmo de liberacion gloriosa. Libertad. Me encantaba correr muy rápido por un sendero de tierra muy compacta, que salía de la leñera y daba una vuelta por la huerta entre los frambuesales y terminaba en una casita de madera, donde vivía un enorme cerezo que sobre fin de diciembre se llenaba de frutos del tamaño de nueces. Me pasaba el día allí, trepado, compitiendo con los zorzales que se las comían con sus fuertes y erráticas picoteadas. A la misma edad concurría a un colegio inglés que en aquella época era una aldea de casitas en la montaña. El almuerzo era servido en una hostería a poco mas de un kilómetro, por lo que los treinta alumnos que componían el colegio salíamos caminando por un senderito de tierra, a campo traviesa en fila india, y pasábamos por una chacra llena de manzanos. En marzo, cuando comenzaban las clases, las manzanas estaban en su punto de cosecha, pero teníamos terminantemente prohibido sacarlas. En un acto casi bíblico, un día saqué una y el director, que caminaba atrás, me vio. Por la tarde me llamo a su despacho y me dijo que era inmoral. Yo le pregunté qué quería decir, y me repitió que carecía de moral. Acto seguido, me hizo tocar mis pies con las manos y recibi un zapatillazo. Regresé a mi casa con el trasero ardido y el alma quebrada. Ese hombre, ese día, torció la esencia, la inocencia de mi niñez. Lo admiraba, era el mejor profesor, especialmente de historia y literatura. Al día siguiente ya no era un niño. Esa noche mis padres no lograron explicarme qué había pasado. Yo tampoco lo sabía, aunque intuía algo. Soy aún aquel niño que tomó una manzana de un árbol. Desde entonces hay una voz que me guía; no creo haberla moldeado, es como una intuición medular. Cada vez que firmo un libro de cocina, dibujo una manzana. Han sido miles y miles de ellas. La manzana del mal, la que me enseñó a vivir al resguardo del pensamiento, del posible agrado civil.
Sí, debo confesar que la tentación rigió mi vida. Gracias.

Recuerdos de Francis Mallmann

LOS RITMOS DE MEMPHIS, (ESTADOS UNIDOS).

Los ritmos de Memphis. De visita en Sun Studio, uno de los templos de la música contemporánea. Los ríos Misisipi y Misuri son las vías navegables más importantes de los Estados Unidos. Desde muy pequeño tuve gran curiosidad por estos ríos. Al devorarme los libros de Mark Twain y seguir las aventuras de Tom Sawyer en la pequeña y ficcional ciudad de Saint Petersburg, un mundo de imaginación se abría ante mí. Todo esto fue satisfecho a mi llegada a la ciudad de Memphis, sobre las márgenes del Misisipi. Esta ciudad, junto con Nashville, es la más importante del estado de Tennessee, en el sur del país. Este estado tiene una de las herencias musicales más importantes del mundo. A Nashville, por ejemplo, se la conoce como la Ciudad musical. Memphis, en cambio, ha visto el nacimiento de muchos géneros musicales, entre ellos, el Memphis Soul, Gospel y sobre todo el Rock n' Roll. En cada rincón de la ciudad se puede escuchar y respirar música. Nombres como Beale Street, la calle icónica, es un claro ejemplo. Infinidad de bares con música en vivo, donde algunos de los más grandes exponentes locales despuntan el vicio. Imagínense a Muddy Waters, Louis Armstrong o B.B. King en su tiempo y espacio, arriba de un pequeño escenario. Aquí también se encuentra Graceland, la mansión construida por Elvis Presley, con su estupendo museo dedicado a la historia de la pelvis más famosa de la historia de la música. También es la ciudad de dos de los estudios más importantes de la historia de la música. Uno es Stax Records, una de las matrices del soul y del sonido sureño, y el hogar desde donde Otis Redding se lanzó a la fama y que participó junto a Motown Records, su gran competidor en los 60, por los principales puestos de los charts de esa época. El otro estudio es el inigualable Sun Studio. Situado en el número 706 de la avenida Union, es uno de los templos de la música contemporánea. Aquí se produjo y se grabó lo que muchos consideran la primera canción de rock and roll de la historia. En 1951, Ike Turner hizo bailar a los técnicos al ritmo de Rocket 88 y así comenzó uno de los ritmos más importantes del último siglo. Entrar al estudio y sus oficinas es mágico, y si son amantes de la música se sentirán verdaderamente regocijados con la sensación de pequeña grandeza que destila cada uno de los espacios. Viejos carteles de anuncios de los artistas, discos de oro y guitarras decoran las paredes, y los estrechos pasillos esconden leyendas de otros tiempos. Bill fue la persona encargada de contármelo todo y mis preguntas salían disparadas una detrás de la otra. Después de una buena charla llegó el momento que esperaba, entramos al estudio de grabación y me situé en el lugar exacto donde un día, allá por fines de 1956, cuatro verdaderas estrellas de la música, El Cuarteto del Millón de Dólares, coincidieron: Elvis Presley, Johnny Cash, Jerry Lee Lewis y Carl Perkins, el Rey del rockabilly, se juntaron en el estudio a tocar algo y hablar de música. Hoy una foto de ese encuentro en la pared y una cruz en el suelo marcan este hecho histórico para la música. Mientras mis ojos recorrían todo, Bill me relató una de las anécdotas o, seguramente, leyendas más formidables de las que tenía recuerdo. Durante una cruda noche de invierno y cuando ya habían cerrado, escucharon en el estudio el timbre. Al acercarse a la puerta vieron a una persona vestida con un buzo con capucha que nerviosamente esperaba alguna respuesta. Con recelo le preguntaron al encapuchado qué necesitaba. Con un suave tono preguntó si podía pasar un segundo para ver la famosa foto. Sorprendido, el encargado accedió. El extraño entró al estudio, observó la foto, se arrodilló, besó la cruz y se dirigió hacia la puerta. Al despedirse del encargado se dio cuenta de quién era: Bob Dylan había ido a rendirle homenaje a sus ídolos. Nota de Iván de Pineda. LA NACION. Procesado por Jorge Luis Icardi 18 de octubre de 2016.

sábado, 15 de octubre de 2016

LAS CUEVAS DE BATU,EN KUALA LUMPUR, (MALASIA).

Las Cuevas de Batu en Kuala Lumpur. Majestuosas obras de la arquitectura india. Si deciden viajar por el sudeste asiático y han elegido Kuala Lumpur como una de las ciudades por visitar, no pueden perderse la posibilidad de ver un templo religioso ubicado en un paraje completamente distinto del que uno podría imaginar. A poco más de una decena de kilómetros saliendo de la gran urbe que significa la capital malaya nos encontramos con las famosas Cuevas de Batu. Llegar hasta allí es muy simple, ya que lo podremos hacer vía automóvil, tren o colectivo. No toma más de una hora acercarse al distrito de Gombak para encontrarse en el medio de colinas de piedra caliza y descubrir uno de los templos hindúes más importantes del mundo. Ustedes se estarán preguntando qué tienen de especial estas cuevas. Esa era la misma pregunta que me hacía sentado en el asiento de un vagón del tren que estaba dejando la estación central, megaconglomerado que reúne terminales de transporte, hoteles, oficinas, edificios residenciales y áreas de compras, con destino al norte. Mi llegada a este populoso país asiático se había realizado tres días antes con el propósito de participar de la entrega de los Premios Laureus, fundación que se encarga de promover el cambio y desarrollo social a través del deporte, y que realiza una notable tarea en todos los rincones del mundo con especial foco en niños y jóvenes. Entre miembros de esta academia encontramos algunos de los nombres más resonantes de la historia del deporte, como Nadia Comaneci, Jack Nicklaus, Edwin Moses, Boris Becker y Mark Spitz, así como también uno de los ídolos deportivos de mi juventud: Hugo Porta, que es el presidente del capítulo argentino y uno de los primeros miembros de Laureus. Conmovido por la oportunidad de rodearme y charlar personalmente con las luminarias del deporte mundial, fueron cuarenta y ocho horas inolvidables. Como tengo alma aventurera y soy hiperkinético, después de semejante programa estaba ya dispuesto a buscar no adrenalina, pero sí estímulos diferentes. Así me encontré una vez llegado a destino ante una gran escalera que ascendía y se perdía en el interior de esta estructura rocosa. Una gran estatua de más de 40 metros de altura representando a Murugan, hijo de Shiva, me invitaba a enfrentarme a los más de 250 escalones y conocer los diferentes templos. La roca, el verde de su vegetación, la temperatura de ese día, todo remitía a algo exótico y diferente. Ni hablar de las construcciones realizadas por la mano del hombre en un claro ejemplo de estilo dravidiano, encontrado mayormente en el sur de la India, uno de los tres tipos de arquitectura más importantes de la historia hindú. Todo esto sumado a los claros ejemplos de la fauna del lugar, representados por la innumerable cantidad de macacos que libremente se desplazaban por todos los rincones sin ningún tipo de timidez, siempre dispuestos a cometer una tropelía, y por los enormes murciélagos que surcaban los cielos del lugar (les aseguro que a los pocos minutos uno se acostumbra a ellos y terminan siendo parte natural del paisaje). Sin olvidarme de la compañía de cientos de peregrinos y visitantes que portan coloridos íconos y figuras, familias enteras y solitarios viajeros, como era mi caso en esa mañana. El esfuerzo de la subida rindió sus frutos y me encontré envuelto por el interior de la colina en un enorme espacio de altos techos, altares relucientes e intrincadas formaciones rocosas dispuesto a seguir sorprendiéndome. Nota de Iván de Pineda. LA NACION. Procesado por Jorge Luis Icardi. 15 de octubre de 2016.

LA PLAZA ROJA DE MOSCÚ, (RUSIA).

La Plaza Roja de Moscú, "el corazón del mundo". Krasnaya Ploshchad, la famosa Plaza Roja de Moscú, se abre ante mis ojos. Inmensa y vasta, quizás intimidante. Todo es así en el país más grande del mundo y todo es así en la Tercera Roma, la ciudad de Moscú. Construida sobre siete colinas, como Roma y como Constantinopla, se vio sucesora desde los tiempos del Principado de Moscovia y posteriormente desde el reinado de los primeros zares como la ciudad que nunca iba a caer ante naciones herejes. Estábamos parados con mi tocayo Vanya, el afectuoso diminutivo que corresponde al nombre Iván, en el centro neurálgico de la plaza mientras discutíamos y charlábamos sobre los aspectos más importantes de la historia de la metrópolis más septentrional del mundo, capital del país y corazón espiritual del mundo ortodoxo. Pero sobre todo, discutíamos el porqué del tamaño de la plaza y las construcciones que se hallaban alrededor de este viejo enclave moscovita, que pasó de ser un simple mercado a uno de los espacios más distinguibles del mundo. "Todo lo que podemos ver -me explicaba Vanya-, corresponde a un pedazo de historia del país. Porque el mismo desarrollo de la plaza corresponde al crecimiento del país: altivo y orgulloso, por momentos caótico y sin rumbo, magnánimo o suplicante, cruel.Pero siempre, maravilloso." Estas eran las palabras de mi rubicundo amigo, que sacándome una buena cabeza de altura me miraba con una mueca de sonrisa en su boca y extendiendo sus enormes brazos intentaba abarcarlo todo con un enorme abrazo. De pequeño yo había leído en las maravillosas enciclopedias y libros que se encontraban en la casa de mi abuela decenas de historias de esta ciudad y sobre todo de otro tocayo: Iván IV, comúnmente conocido por la historia como Iván el terrible. A nuestra derecha se encontraba el Kremlin, la famosa fortaleza de altas murallas, con sus increíbles iglesias, como la Catedral de la Dormición y la Catedral de la Anunciación, cubiertas con sorprendentes frescos sacros de una belleza perenne, con el Palacio del Senado y el Campanario de Iván el Grande. Tratando de imaginar lo que fue vivir en esos tiempos de cristalización del Zarato ruso, me preguntaba si todavía por los pasillos del Kremlin se escuchaban los gritos de Iván el terrible, tras la pérdida de su mujer, Anastasia Romanova, y su transformación en un verdadero déspota. También a nuestra derecha podíamos observar el mausoleo de Vladimir Ilyich Ulyanov, Lenin. Su cuerpo yace embalsamado en el interior desde los años 20. Seguíamos girando en sentido contrario de las agujas del reloj y teníamos enfrente a la Catedral de San Basilio, con sus enormes y coloridas cúpulas de colores, construida por el terrible Iván para conmemorar una gran victoria militar, la leyenda dice que una vez terminada de construir, el zar mandó a cegar al arquitecto para que jamás volviese a construir algo tan bello, y les aseguro que se ve tan o más bonita que en la infinidad de fotos e imágenes que se han hecho de ella. A nuestra izquierda, seguía señalando Vanya, los famosos almacenes Gum, una de las tiendas más conocidas del mundo, ideados por Catalina, mecenas de las artes e incansable o impetuosa amante. "Pero -otra vez Vanya, con una socarrona mueca en su boca-, hay otra razón por la cual es muy importante esta plaza. De aquí salen las calles, caminos y vías más importantes de la ciudad. Este es el corazón y el alma de Rusia y del mundo." Viendo mi cara de incredulidad ante tamaña aseveración, se corrigió y con una carcajada exclamó: "¡de mi mundo!" Y con dos palmadas en mi espalda que me sacaron el aire me invitó a seguir caminando. Nota de Iván de Pineda. LA NACION. Procesado por Jorge Luis Icardi. 15 de octubre de 2016.

LA HISTORIA DEL MAS FAMOSO POSTRE VIENÉS, (AUSTRIA).

La historia detrás del más famoso postre vienés. Dos lugares se han disputado y atribuido la receta original de la torta Sacher. Caminando por las calles de Viena, Austria, me enteré de una de las peleas gastronómicas más simpáticas. El día comenzó tarde, ya que la noche anterior había sido bastante movida. Sin querer perderme la oportunidad de recorrer a pie una de las ciudades más lindas de Europa, traté de despertarme temprano en varias oportunidades, sin éxito. Ya entrada la mañana y haciendo lo que para mí en ese momento era un pequeño esfuerzo, me pude despegar de la cama. Sin lugar a dudas, Viena es una de las ciudades que vale la pena recorrerlas a pie. Sobre todo si estamos paseando por la magnífica calle Karntner. Esta peatonal comienza en la calle Ring, circunvalación que rodea el centro vienés mostrando algunos de los edificios más lindos de la ciudad, como el Teatro Imperial, el Ayuntamiento o el Parlamento, y nos lleva hacia la Stephanplatz, donde nos encontramos con la catedral de San Esteban de Viena. Pero volvamos a nuestra pequeña disputa culinaria. Entrada la tarde me encontraba hambriento, la temperatura había bajado y empezaba a soplar un viento frío que anunciaba la llegada de la temporada invernal. Lógicamente, pensaba, si estamos en la capital austríaca, si hace frío y si tengo hambre ,por qué no sentarme en alguno de los elegantes cafés que se encuentran en toda la ciudad. Pero un momento: si estoy aquí sí o sí tengo que probar la torta Sacher, genial delicatessen que consiste en dos bizcochuelos de chocolate unidos con mermelada de damasco, cubierto todo por una generosa capa de chocolate negro y acompañado de crema chantilly. El problema: el lugar a elegir. Durante buena parte del siglo XX, dos firmas se han disputado y atribuido la receta original de tan supremo pastel. En 1832, un príncipe austríaco le pidió a su cocinero que sorprendiera a sus invitados con algo dulce. Éste, encontrándose enfermo, le pasó la tarea al aprendiz de 16 años, Franz Sacher. La torta fue del agrado del príncipe y el joven aprendiz continuó su entrenamiento, que lo llevaría a distintas ciudades de Europa para, una vez finalizado su Trainee, volver a Austria y abrir su pequeño local. Su hijo, Eduard, siguió el legado, se entrenó y trabajó como maestro chocolatero en la anciana panadería y pastelería Demel, que servía a los emperadores austríacos, donde perfeccionó la receta de su padre y fue por primera vez vendida al público. En 1876, decidió abrirse paso y crear el famoso Hotel Sacher de Viena. Aquí comenzaron los problemas porque, en la siguiente generación, el hotel se declaró en bancarrota, fue vendido y Eduard, llamado igual que su padre, volvió a trabajar a Demel y se llevó la receta perfeccionada por su progenitor. La torta ya era famosa en toda Europa y los nuevos dueños del hotel decidieron ponerla a la venta también bajo el lema de La original torta Sacher. Entonces comenzaron décadas de disputa entre la pastelería y el hotel por los derechos exclusivos de la torta. Finalmente, en 1963, las dos partes llegaron a un acuerdo fuera de la Corte y se repartieron la exclusividad: para el hotel, el mote de torta original; para la pastelería, el sello original del creador de la torta. De esta manera, yo pensaba: ¿cuál pruebo? ¿Demel? Ubicado a 50 metros del Hofburg, tiene un romántico salón de té donde pasaba algunas tardes Sissi -Isabel de Baviera, emperatriz de Austria-, sus camareros portan blancos delantales y toda la pastelería está a la vista de los clientes. ¿Hotel Sacher? Con espaciosos salones, su cafetería y terraza donde se pueden observar a los transeúntes ha tenido huéspedes como John Lennon, Grace Kelly o Rudolf Nuréyev. Decidí resolverlo de la manera más salomónica posible. ¡Probé ambas! Si están en Viena, les recomiendo que hagan lo mismo. Nota de Iván de Pineda. LA NACION. Procesado por Jorge Luis Icardi. 15 de octubre de 2016.

LA FRENÉTICA NOCHE DE TOKIO, (JAPÓN).

La frenética noche de Tokio. En el popular barrio de Shibuya, un noctámbulo o un vampiro moderno podría construir una realidad paralela. Entre las innumerables calles que cruzan Shibuya, uno de los barrios más populosos de Tokio, miles y miles de jóvenes se trasladan de un lado al otro con mucho frenesí. Hay una efervescencia en el aire. Todo sucede a una velocidad impactante. Es como si el tercer milenio ya hubiese acaecido o estuviese mirando una película. Por la necesidad de espacio, la ciudad crece verticalmente y miles de carteles luminosos anuncian la diversidad de la oferta en los edificios de la zona: tienda de ropa en la planta baja, restaurant en el primer piso, karaoke en el segundo, sex shop en el tercero, dentista en el cuarto, sala de videojuegos en el quinto, y así sucesivamente. También se destacan enormes pantallas alrededor, haciendo parecer a Time Square en Nueva York un juego de niños. Se reproducen diversas imágenes, como las últimas publicidades de grandes compañías a videoclips de las estrellas fulgurantes de la escena musical japonesa, lo cual crea una marea de sonidos y colores muy particular. Un noctámbulo o un vampiro moderno podría construir una realidad paralela cuando se apaga el día. Durante las horas de la noche todo permanece abierto en esta zona de la capital nipona. La oferta gastronómica es inmensa. Cientos de locales de todos los tamaños sirven algunos de los platos más típicos y tradicionales japoneses: korokke, soba, takoyaki, teriyaki, sushi y también una mezcla de propuestas internacionales que van desde comida rápida norteamericana hasta lugares que parecen teletransportados desde Roma o Nápoles. A la hora de divertirse, además de los ya mencionados karaokes y salas de videojuegos, encontraremos salas de cine, teatros y una verdadera tradición oriental: el pachinko. Creado allá por los años de la Segunda Guerra Mundial, esta especie de pinball oriental se puede encontrar en grandes salas llenas de estas máquinas donde el propósito es el de manejar la velocidad pequeñas bolas de acero, anteriormente compradas, y hacerlas entrar en pequeños orificios dispuestos en el panel del juego. Al lograr introducir estas especies de sólidas canicas, más pelotitas uno recolectará para finalmente ser canjeadas por premios: artículos de tecnología, perfumes, peluches, etcétera. De movida parece fácil, pero no lo es. La velocidad en la que caen y se mueven las bolitas es tremenda y los jugadores parecen hipnotizados manteniendo sus rostros a escasos centímetros de sus rostros. Más particulares de estos barrios tienen que ver con los estilos y los arquetipos utilizados por estos jóvenes a la hora de vestirse. Identificables a la distancia por sus looks, cada uno de ellos pertenecen a diferentes tribus urbanas: los kodonas son aquellos que utilizan ropa infantil de la época victoriana y portan pálidos maquillajes en sus caras; los bosozoku, amantes de las motocicletas, visten cueros y jopos dignos de los años 50, y los cosplay son aquellos que se visten como personajes del animé y manga. Todos ellos mezclados con punks, rockers, yuppies, hipsters, y la mayoría de la gente que prefiere vestirse más cotidianamente y sale de sus trabajos rápidamente para encarar la larga vuelta a casa, atravesando una de las mayores junglas urbanas. Tanto es así que quien tenga la oportunidad de ser testigo de lo que sucede aunque sea tan solo por quince minutos verá, en Shibuya o Akasaka (los nombres de estos barrios tokiotas) un panorama increíble de lo que podría suceder en el futuro que tanto hemos visto en películas de ciencia ficción. Iván de Pineda, para Revista La Nación. Procesado por Jorge Luis Icardi. 15 de octubre de 2016.

15 de octubre: Día Internacional del bastón blanco

Un poco de historia:
En el año 1925, la escritora y activista social estadounidense Hellen Keller conmocionó la Convención Anual de la Asociación de Leones al relatar las dificultades de las personas ciegas para transitar. Por eso en 1930 George Benham, presidente del Club de Leones de Illinois, diseñó un bastón blanco con extremo inferior rojo, que se hizo universal. Pero el bastón blanco que se usa en la actualidad fue creado en 1946 por el oftalmólogo Richard Hoover.
Todo se inició durante el siglo XX cuando se comenzó seriamente a tratar de proporcionar a las personas ciegas medios seguros y confiables para desplazarse independientemente.
Las autoridades militares de Estados Unidos desarrollaron un proyecto para la rehabilitación de los ciegos de la Segunda Guerra Mundial en el hospital General de Valley Forge (Pensilvania). El director del reacondicionamiento físico, el sargento, más tarde teniente y luego famoso oftalmólogo Richard Hoover, observó a los hombres ciegos arrastrarse por los corredores con sus bastones de madera sin llegar a ninguna parte, y pensó que esos hombres no necesitaban un bastón que los sostuviera, sino más bien una antena receptora de mensajes.
Hoover y su equipo comenzaron las investigaciones, con palos más largos y livianos, hasta que construyeron el bastón prototipo y fijaron las técnicas, constituyendo lo que hoy es la base de los programas actuales de orientación y movilidad.
En el año 1965, en una reunión efectuada en Colombo-Ceylan (República de la India), el Consejo Mundial para Bienestar de los Ciegos estableció que todos los 15 de octubre se recuerde el Día Mundial del Bastón Blanco de Seguridad.
En la República Argentina, existe una ley, la N° 25.682 que dice que se adopte, en todo el territorio de la República Argentina, como instrumento de orientación y movilidad para las personas con baja visión, el uso del bastón verde.
Esta ley fue sancionada el 27 de noviembre de 2002 y promulgada el 27 de diciembre del mismo año.
Dicha Ley menciona que el bastón verde tendrá iguales características en peso, longitud, empuñadura elástica, rebatibilidad y anilla fluorescente que los bastones blancos utilizados por las personas ciegas.

Se dice que una persona es legalmente ciega cuando su agudeza visual es de 20/200 o menos en el mejor ojo, con corrección, o tiene limitado su campo visual a menos de 20º.
Se dice que una persona posee baja visión cuando tiene un severo impedimento visual aún después de la corrección, pero que se puede  mejorar funcionalmente.

Función del bastón blanco y verde:
• Ayuda a la movilidad, es decir a un recorrido seguro e independiente.
• Es como una extensión del brazo de la persona para detectar objetos/obstáculos por debajo de la cintura.
• Para que el bastón cumpla con la función apropiadamente, se lo debe manejar poniendo en práctica la técnica de Hoover, que se aprende mediante un curso dictado por docentes especializados.

¿Cómo puedo ayudar a una persona ciega o disminuida visual?
• Si ves una persona que lleva un bastón parada en una esquina, necesita cruzar. Pregúntale hacia que calle quiere dirigirse y ofrécele tu brazo para que ella se tome, así irá siempre un paso detrás, y percibirá todos los movimientos de tu cuerpo: (giros, subidas, bajadas, etc.)
• Déjalo junto a la pared de la calle por la que necesita continuar caminando.
TAMBIÉN
• Necesitará ayuda para ubicar paradas, llamar al colectivo adecuado y manejarse en trenes y subtes.
• Para subir al colectivo, bastará con que pongas sus manos sobre los pasamanos que se encuentran a ambos lados de la puerta del micro.
• No dejes elementos que puedan obstaculizar su paso en las veredas. Las personas con discapacidad visual caminan, por seguridad, cerca de la pared, y pueden chocar con motos, bicicletas, macetones, toldos, postigos y puertas que abren hacia fuera, etc.

Profesora Mercedes Inés Sverlluga

jueves, 13 de octubre de 2016

KENDO EN JAPÓN

El camino del sable como una manera de vivir, sentir, proceder y actuar

Parecía sacado de la película El último Samurái, o tal vez transportado a la época del shogunato japonés. Por otro lado, pensaba si mi iniciativa no me quedaba "grande" porque, como saben, no soy muy dúctil a la hora de realizar estas actividades. Hay un dicho que reza: Cuando estés en Roma, haz como los romanos. Creo que había llevado las cosas un poco más lejos. Japón, como ya lo hemos charlado, es un lugar de cientos de tradiciones que se perpetúan en el tiempo y algunas de ellas tienen que ver con las artes marciales. Era un honor tener la oportunidad de participar de una de las clases más prestigiosas de uno de los deportes y artes más mentados del país del sol naciente: el Kendo. El camino del sable, tal cual la traducción de Kendo a nuestro idioma, no sólo es un arte marcial que se realiza, en su práctica, con un sable de bambú llamado shinai, sino que también refleja la manera de vivir, sentir, proceder y actuar de aquellos que lo practican. La invitación me había llegado un par de días antes y, si bien ya había tenido la chance de ver distintas disciplinas marciales japonesas, entre ellas el sumo, de ahí a practicarlas había un gran trecho. Pero, como siempre, esa partícula curiosa que habita en mí me hizo reflexionar y terminé aceptando. El reto comenzó a primera hora de la mañana, cuando trataba de ingresar a los atestados vagones del subterráneo nipón junto a Katsuo. Ya era una hazaña, o por lo menos así lo veía yo, estar en camino, ya que la puntualidad es una de las formas más importantes de mostrar respeto. Si perdíamos el tren, hubiéramos casi quedado deshonrados ante nuestros anfitriones, que habían aceptado noblemente mi presencia en su recinto sagrado. Les puedo asegurar que esto es lo que era el dojo, o lugar donde se practica la Vía (camino). En el espectacular edificio del siglo XIX, donde estaba ingresando, iba a ser parte de la tradición y costumbres del país. Mientras me llevaban a vestirme con el kendogi y hakama (la chaqueta de algodón gruesa y los anchos pantalones) vi en los muros los retratos de cada uno de los sensei o maestros que habían liderado el dojo y, en cada rincón, antiguos bogu o armaduras que habían pertenecido a eximios kendokas, saludaban mi paso. Una vez vestido, me dirigí hacia el tatami. Allí conocería las Cinco virtudes de la espada: Justicia, Honor, Valentía, Cortesía y Humildad. Sentado de rodillas junto a una docena de pupilos y junto a Katsuo, que gentilmente me traducía en voz baja las instrucciones, me inicié en el camino. Después de las salutaciones de rigor, tomé el shinai en mis manos y comencé con los movimientos básicos, repitiendo lo que hacían mis compañeros. Incluso con tan simples katas o secuencias de movimientos empezaba a cubrirme de sudor, tratando de realizar todo con precisión. La clase fue avanzando y empecé a tomar confianza. Cuarenta minutos y ya creía que era un consumado espadachín, hasta que llegó el golpe de realidad. Tenía enfrente al sensei, que me miraba de arriba a abajo con (tal vez) una de las miradas más penetrantes que he recibido en mi vida. Levantó su shinai, se puso en guardia y procedió a cantarme uno tras otro los movimientos. Mientras chocaban los sables de bambú la velocidad aumentó de una manera fulminante y sentí a los pocos segundos un golpe seco y rápido en la muñeca. Un poco dolorido vi mi shinai en el piso y alcé la vista hacia el sensei. Levantó su shinai hizo una respetuosa reverencia, de la cual yo no era merecedor, y con una ya más amigable mirada me indicó el sable y me invitó a seguir practicando. Había recibido un baño de una de las virtudes: Humildad.

Nota de Iván de Pineda, ( conductor del programa viajando por el mundo decanal 13).

(Procesado por Jorge Luis Icardi...)

KARAOKE EN NEPAL.

Karaoke en Nepal: Ínfulas de rockstars y un escenario que los convirtió en los reyes de la noche

Es muy gracioso cuando durante un viaje termino realizando algo que no pensaba hacer. Sobre todo cuando no es algo extraordinario o fuera de lo común, sino algo en lo que tal vez no participo mucho y que ayudó a cimentar una amistad. A veces las circunstancias en las cuales suceden estas cosas son increíblemente graciosas. Esto es así: hacía casi tres semanas que había dejado Buenos Aires para visitar diferentes ciudades del subcontinente indio y Nepal, todo a bordo de un auto. Jaipur, Udaipur, Agra, Delhi, Varanasi, Nagarkot, Sagarkot, Chitwan, Pokhara y Katmandu eran los puntos a unir. En cada ciudad india había alguien que, gentilmente, me recibiría para mostrarme los lugares únicos que se podían encontrar. No fue el caso de Nepal, donde iba a tener el agrado de compartir mi estadía con alguien de quien ya les he hablado anteriormente: Diwakar. Después de recorrer cientos de kilómetros juntos en un vehículo que podría considerarse desvencijado y con un conductor un poco distraído para las demandantes rutas nepalíes como Diwakar, hicimos nuestra entrada en el valle de Katmandu y en el principal centro urbano del país. Si bien habíamos estrechado lazos de amistad, habíamos intercambiado opiniones sobre las vida y sus vicisitudes, había conocido a su familia y sostenido a su hija menor, de casi un año, en mis brazos para contener su llanto, no podíamos considerarnos técnicamente amigos. Pero es increíble cómo ciertas afinidades o gustos acercan más a la gente que charlas largas, profundas y filosóficas sobre la vida. En la última noche, con mi equipo de trabajo, representantes de la oficina de turismo de Nepal y Diwakar salimos a comer a uno de los restaurantes más conocidos de la ciudad, donde nos deleitamos con las especialidades regionales. La comida se desarrolló muy apaciblemente y durante los postres una de las chicas de la oficina de turismo sugirió ir a tomar algo, a lo cual accedimos yo, mi equipo de trabajo y Diwakar. Seis alegres individuos nos sumergimos en la vida nocturna de la ciudad para visitar algunos de los bares de moda concurridos por los jóvenes locales. Ingresamos en un par y recalamos en un tercero para una última copa. La música sonaba a todo volumen y el local estaba a medio llenar, con una mezcla pareja de montañistas extranjeros y sonrientes lugareños. Ya estábamos cansados y al otro día me enfrentaba a muchas horas de vuelo en mi regreso a la Argentina. Pero justo antes de tomar el envión y encarar hacia la salida una especie de maestro de ceremonias/DJ anunció que comenzaba el karaoke. Excusa ideal para volver al hotel. Error. El ecléctico grupete que se había formado recibió la noticia con una sorprendente alegría y para no ser catalogado de amargo, ante la insistencia de mis colegas, no pude más que acceder y participar de la movida. Ja ja ja. Perdonen que me ría, pero pasé de ser el aguafiestas al que más alentaba a la muchachada. A viva voz gritaba y sugería canciones, aplaudía y seguía arengando. La sorpresa llegó cuando un inesperado dueto tomo el escenario, con trago en mano y voces ya cascadas. Sí: nuevamente quien escribe y Diwakar. La elección: balada rockera ochentosa. Resultado: Lastimoso. Consecuencia: relación de amistad cimentada a base de incomprensibles palabras. Les juro que me sonaban como si fuésemos cantantes profesionales, miradas cómplices, algunas risas y la creencia de habernos convertido en verdaderos rockstars. Les aseguro que tuvieron que hacer fuerza para bajarnos del escenario. Fuimos por tan solo dos minutos los reyes de la noche.

Nota de Iván de Pineda. LA NACION.
(Procesado por Jorge Luis Icardi...)

A 40 AÑOS DE LA MASACRE ESTUDIANTIL EN TAILANDIA.

"Por favor, paren los disparos. Por favor, paren los disparos. Por favor, paren los disparos". "Repetí la misma frase unas mil veces durante dos o tres horas. Había bastante silencio. Era solo mi voz y los disparos". Así recuerda lo sucedido el 6 de octubre de 1976 Thongchai Winichakul, uno de los líderes de la manifestación estudiantil que ocupó la Universidad de Thammasat, en Tailandia. Decenas de estudiantes murieron ese día, que marcó el inicio de una nueva era de gobierno militar en el país asiático. El conteo oficial habla de 46 muertos, aunque otras fuentes independientes estiman que fueron más de 100. Cientos de estudiantes resultaron heridos.
Cuarenta años después de la masacre de la Universidad de Thammasat, Tailandia se encuentra bajo un gobierno militar luego de que el golpe de estado de 2014 destituyera al gobierno civil electo. Winichakul, al igual que el resto de los manifestantes, estaba preocupado por el posible colapso del gobierno civil instaurado en 1973. "Alrededor de la medianoche comenzaron a llegar grupos paramilitares de derecha y la policía. A las dos de la madrugada ya estábamos rodeados y no podíamos salir", le contó Thongchai Winichakul hace unos años a la reportera de la BBC Lucy Williamson. Entre 2.000 y 4.000 estudiantes fueron sitiados en el campo de fútbol de la Universidad de Thammasat, en Bangkok, la capital de Tailandia.
Control militar: El país era inestable políticamente. Tres años antes de la matanza, los estudiantes habían encabezado las protestas que forzaron la caída del gobierno militar de Thanom Kittikachorn, a quien el rey Bhumibol Adulyadej obligó a renunciar. Los responsables de la matanza aún no han comparecido ante la justicia.
La transición tailandesa hacia una democracia parlamentaria ocurrió en un momento convulso, después de que varias guerras civiles sacudieran la región. Era la época de la Guerra Fría y una espiral de propaganda nacionalista, de odio hacia los enemigos políticos, había tomado cada vez más fuerza en Tailandia. En el otoño de 1976, los estudiantes comenzaron a protestar nuevamente, después de que Kittikachorn regresara para convertirse en monje budista. Ante las nuevas protestas estudiantiles, algunos grupos de derecha acusaron a los jóvenes de simpatizar con la ideología comunista imperante en Vietnam, Camboya y Laos. Además, por esos días, los estudiantes representaron una obra de teatro que fue considerada por algunos tailandeses un insulto a la monarquía.
Mapa de la región: Durante la noche del 5 de octubre, la confrontación entre los estudiantes y quienes se les oponían a ellos se fue volviendo cada vez más tensa. Grupos armados se reunieron fuera del campus universitario, al otro lado de las verjas que los estudiantes habían cerrado, velando por su protección. El profesor Puey Ungphakorn, rector de la Universidad de Thammasat en aquel momento, explica que hubo disparos desde fuera y que es probable que algunos estudiantes hayan respondido también con disparos. La policía entró con el pretexto de mantener la ley y el orden. "No dispersaron a nadie. Abrieron fuego con una ametralladora", le dijo Ungphakorn a la BBC. Muchos policías eran miembros de unidades especiales entrenadas para combatir. Venían armados con revólveres, rifles de asalto, granadas, e incluso armas de defensa antitanques, para hacer frente a los estudiantes, describió la agencia de noticias AP. Según un reportero de la BBC que explicó la situación a sus oyentes en octubre de 1976, los policías fueron seguidos por las milicias derechistas que portaban armas de fuego automáticas.
Balas y bombas: "La balacera más intensa comenzó alrededor de las cuatro de la mañana. A las cinco y media, dos bombas cayeron en el medio del terreno. Algunos murieron al instante. Los disparos no pararon", relata Winichakul. "Todos estaban aterrorizados. Yo y otros pocos estábamos a cargo del micrófono. Les habíamos hablado de política, pero cuando los disparos comenzaron no tuve nada más que decir. Solo supliqué a la policía que pararan". Algunos cálculos estiman en 100 el número de muertos. "Seguí hablando hasta que vi a la policía entrar al campo de fútbol y disparar, disparar, disparar. Dispararon indiscriminadamente. Yo dejé el micrófono y traté de escapar. Estaba aterrorizado y triste. Recuerdo que lloré mucho. No podía pensar".
Neal Ulevich, fotógrafo de la agencia de noticias AP reconocido con un premio Pulitzer en 1977, fue entrevistado recientemente por el periódico Bangkok Post sobre lo ocurrido en la Universidad de Thammasat. "Estaba parado del lado de la policía en el campo de futbol. Como todo el tiroteo estaba dirigido desde allí hacia el edificio en que se habían refugiado los estudiantes, cualquier otro lugar hubiera sido demasiado arriesgado", expresa Ulevich. "En un punto, cuando las cosas se calmaron un poco, me moví hacia el terreno. Pero los disparos comenzaron de nuevo y me tiré a la tierra. Estuve seguro de que me iban a disparar, pero el fuego se calmó de nuevo". La policía atacó el campus universitario con armamento pesado y luego detuvo a miles de estudiantes. Por la mañana la policía recorrió la universidad, tomando prisioneros a los estudiantes. Les obligaron a quitarse las camisas y a tenderse boca abajo en el campo de futbol. "Los estudiantes se habían rendido. Unos pocos pudieron escapar", recuerda el fotógrafo. Quemando cadáveres Las milicias persiguieron a los estudiantes que encontraron a su paso, incluso a los heridos que estaban en las ambulancias. Los cuerpos de algunos fueron colgados y golpeados hasta la deformación. Enterraron estacas en algunos cadáveres y encendieron una pira para quemar los restos de una parte de los asesinados. Esto sucedió a plena luz y ante la vista del público, en las afueras de la universidad.
Este año, los estudiantes de la Universidad de Thammasat conmemoraron el aniversario 40 de la masacre. Uno de los reportes radiales de la BBC informó aquel día que más de mil estudiantes fueron arrestados. Los atacantes acusaron a los estudiantes de haber insultado a la monarquía. "Si bien la brutalidad y los disparos habían terminado, todavía había miles de manifestantes derechistas en la calle", describe el reportero de la BBC. "Los líderes estudiantiles fueron arrestados y acusados de insultar a la monarquía y amenazar a la nación". "Yo fui arrestado. La policía sabía quién era quién. Ellos pasaron entre los estudiantes gritando algunos nombres, incluyendo el mío", rememora Winichakul. "No supieron que ya me tenían hasta dos o tres días después. 3.000 personas fueron arrestadas y yo estaba en la última celda que ellos chequearon". "Cuando supieron que era yo, me pusieron con los otros líderes. Unos días después la mayoría de los estudiantes fueron liberados, pero nosotros nos quedamos". Según Winichakul, no les permitieron ver a nadie por unos dos meses.
El regreso al orden militar: Él y los otros líderes fueron puestos en libertad bajo un acuerdo de amnistía unos meses después. Pero para ese momento ya el antiguo orden militar había vuelto al poder. Unas horas después de que la policía tomara el control de la universidad, un grupo autoproclamado Consejo de Reforma Administrativa Nacional declaró que algunos ministros, políticos, y estudiantes estaban amenazando a la monarquía y la nación, como parte de un complot comunista. Inmediatamente el comité declaró una ley marcial, estableció la censura de prensa y prohibió reuniones de más de cinco personas, entre otras medidas. "Perdimos. Los militares volvieron y consolidaron su poder", expresa Winichakul.
Winichakul cree que la manera en la que los tailandeses piensan sobre la masacre ha cambiado con el paso del tiempo: "Al principio, no éramos vistos como víctimas. Éramos malas personas, los enemigos del país". "Mucha gente en el país ni siquiera sabe que hubo una masacre". Los estudiantes de la Universidad de Thammasat están conmemorando el 40 aniversario de la masacre. Winichakul pensó que aquel suceso sería su fin. Cuando le preguntan ¿cómo pudo superar todo eso?, él explica que la juventud es algo que tenía a su favor. "Yo tenía 19 años. Es una suerte ser joven", concluye.

Reportaje de Lucy Williamson a Thongchay Winichakul, (quien en 1976 era líder estudiantil de la Universidad de Thammasat,Tailandia). 13/10/2016

Informe: Jorge Luis Icardi.

martes, 11 de octubre de 2016

La calidad bien entendida, empieza por casa...

Dedicado a Don Arturo Arias (mi viejo...) quien soñó siempre que yo alguna vez, empuñaría la guitarra con inusitada destreza...

Milonga del ayer - Abel Fleury (Por Marcelo Raij)
https://youtu.be/lbnN-84veUI

12 de octubre: Día del Respeto por la Diversidad Cultural

Antes conocido como "Día de la Raza", el 12 de octubre, es una fecha utilizada en el país para promover la reflexión histórica y el diálogo intercultural acerca de los derechos de los pueblos originarios. En este sentido, en el año 2010 el Poder Ejecutivo Nacional envió al Congreso un proyecto de ley para modificar el nombre de "Día de la Raza" por "Día de la Diversidad Cultural Americana".

¿Qué se conmemora el 12 de Octubre?
El 12 de octubre, conocido antes como Día de la Raza, se conmemora la fecha en que la expedición del genovés Cristóbal Colón llegó a las costas de una isla americana. De allí comienza el contacto entre Europa y América, y culmina con el Encuentro de los dos Mundos, llegándose a la transformación de todas las vidas humanas, europeas y americanas.
De esta manera, aquel 12 de octubre de 1492 provocó un encuentro de culturas completamente diferentes, modificó la economía mundial y desató cambios demográficos en toda América.
Actualmente con el nombre de Día de la Diversidad Cultural Americana, se busca promover desde distintos organismos una reflexión permanente acerca de la historia y encaminar hacia el diálogo para una diversidad cultural, como también allí están en pie la promoción de los Derechos Humanos de nuestros pueblos originarios, como lo marca la Constitución Nacional en su articulado sobre la igualdad de las personas, dándole la garantía del respeto a la identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural.
Una verdadera fecha para recordar, celebrar y trabajar para el bienestar de todas las culturas. Se trata de una fecha que habilita actualmente profundas reflexiones y debates, como también expresa las reivindicaciones de los pueblos originarios del continente americano.

Cambio en la efeméride: Día de la Diversidad Cultural Americana
Es muy importante la decisión de cambiar el nombre del feriado del 12 de octubre, ya que el término utilizado anteriormente (“Día de la Raza”)  es ofensivo y discriminatorio.
Desde hace años se ha venido debatiendo lo que sucedió en nuestro continente con la llegada de los conquistadores en 1492, por eso establecer un feriado donde se conmemore el respeto por la diversidad cultural, es un reconocimiento histórico para con los pueblos originarios.
El cambio en el significado del feriado "implica armonizar la legislación nacional con el derecho de los pueblos indígenas, consagrando y reconociendo que los derechos humanos tienen los caracteres de universalidad, indivisibilidad e interdependencia",  informaron desde el Instituto Nacional contra la  Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI).
Vale destacar que la Constitución Nacional consagra el derecho a la igualdad en sus artículos 16 y 75, inciso 23; mientras que el artículo 75, inciso 17 reconoce la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos, garantizando el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural y el artículo 75, inciso 22 otorga jerarquía constitucional a los instrumentos internacionales de derechos humanos allí enumerados, los cuales a su vez consagran en más de una oportunidad el mencionado principio de igualdad y no discriminación.

lunes, 10 de octubre de 2016

EL MUSEO DEL DESAMOR EN ZAGREB (CROACIA)

En Zagreb, un lugar muestra testimonios y objetos de rupturas amorosas. En esta dirección se encuentran los recuerdos, objetos y las historias románticas que no han llegado a buen puerto. Todo ordenado de una manera metódica que muestra cómo el amor a veces llega a su fin. En este Museo de las Relaciones Rotas, de Zagreb, los creadores, Olinka y Drazen, han recolectado un sinfín de ejemplos tangibles de todo esto. En su momento planteada como una muestra itinerante, hoy cuenta con cientos de objetos. Pero antes de ingresar por sus puertas y recorrer virtualmente el museo hablemos un poco de la capital croata.
Zagreb es la ciudad más poblada y mas importante de Croacia. Ubicada estratégicamente en un verdadero cruce de caminos que comunican y unen los Alpes, el mar Adriático y Europa Central, en su momento eran dos ciudades diferentes: Gradec y Kaptol, las cuales rivalizaban por la supremacía local y sólo se ponían de acuerdo a la hora de hacer funcionar sus mercados. Una vez unidas crearon una de las ciudades más importantes de los Balcanes, dotada de una simple belleza y perfecta para recorrerla tanto a pie como a través de su extensa red de tranvías. Algunos de los lugares ideales a visitar son la iglesia de San Marco, la torre Lotrscak (del siglo XIII) y ni hablar de ir a tomar algo al famoso hotel Esplanade, construido para recibir a los pasajeros del mítico Orient Express, que unía París con Estambul y era lugar obligado de hospedaje para algunos de los nombres más resonantes (por motivos muy diferentes) del siglo XX, como Charles Lindbergh, Sophia Loren, Orson Welles o Leonid Brézhnev.
Con un clima mediterráneo que realmente se agradece, sobre todo en el final de la primavera y comienzo del verano, es la puerta de entrada a un país que tiene montañas, muchas playas, rica cultura (en Pula se encuentra unos de los coliseos romanos mejor conservados del mundo) y que brinda la oportunidad de despertarse temprano y salir con perros a buscar trufas en los bosques o deleitarse con el aceite de oliva local.
Dicho esto, ingresamos a este museo, muy diferente de muchos que he recorrido. Aquí todo gira en torno al desamor. Pero no se imaginen algo tétrico o lúgubre, más bien hay un cierto dejo de nostalgia y sentiremos sobre todo una auténtica curiosidad personal para descubrir lo que hay detrás de los objetos, que son los protagonistas. Estos destacan de los muros y luces blancas del recinto y se yerguen solitariamente invitándonos a conocerlos. Podremos ver desde simples cartas de amor, viejas fotos de momentos compartidos y simpáticos peluches hasta fallidos vestidos de novia con sus correspondientes ramos que nunca fueron lanzados, pasando por una variedad un poco más salvaje de cosas para ver: objetos eróticos, entre los cuales hay piezas de lencería, esposas, disfraces y un rango de cosas que esta casta columna no podría poner por escrito. Al preguntarles a los chicos que trabajan aquí qué se siente al interactuar con el espacio y la colección paradójicamente veremos la alegría que tienen de pertenecer al staff del museo. Porque más allá de ser testigos del quiebre y ruptura de relaciones, de desengaños y desencuentros, el amor, dicen, todo lo puede. Dispuestos, cuentan cómo muchos de los que han donado los ítems que forman parte de la colección días, meses o años más tarde escriben para agradecer esta especie de expiación, felices por haber superado estas duras pruebas. Y como un gran Ave Fénix, de fallidos amores renacen grandes pasiones.

Nota de Iván de Pineda. LA NACION
10 de octubre de 2016.  

Procesado por Jorge Luis Icardi

EL MAS ALOCADO DESCENSO EN TRINEO EN UTAH, (ESTADOS UNIDOS).

En un centro invernal de Utah nos animamos al bobsleigh para sentir el espíritu olímpico. La pregunta caía de madura: ¿realmente vamos a hacer esta locura? No me parecía correcto, tal vez por la edad a la que estamos llegando y el no tan anhelado estado físico. Nos mirábamos con mis amigos... Éramos tres alegres viajeros a los que de repente les pintó transformarnos en atletas olímpicos por tan sólo unos minutos.
Muchos habrán visto la película de 1994 llamada Cool Runnings, o Jamaica bajo 0 por nuestras latitudes. En ese film basado en hechos reales, cuatro intrépidos jamaiquinos se convierten en la sensación de los Juegos Olímpicos por practicar uno de los deportes más vertiginosos de las disciplinas de invierno: el bobsleigh. Esta es, junto al luge y el skelton, una variante de descenso en trineo. A diferencia de las dos últimas -la primera se realiza en solitario o en pareja y la segunda solamente de manera individual-, el bobsleigh es en equipos de hasta cuatro integrantes.En este caso, nosotros tres más un piloto que se encargaba de comandar el trineo. Todo lo que nos rodeaba era increíble. Las montañas contrastaban con el perfecto cielo azul, cubiertas del famoso powder o nieve en polvo que hace las delicias de los miles de amantes del esquí que se acercan todos los años para practicar su querido deporte en uno de los centros más grandes del mundo, Park City Mountain Resort, en la ciudad de Park City, en el estado de Utah, Estados Unidos.
Esta ciudad que supo ser una verdadera urbe minera, donde prácticamente en su Main Street (calle principal) lo único que había eran bares y burdeles y que estuvo a punto de desaparecer -llegó a transformarse en un lugar fantasma-, hoy es una vibrante y agradable urbe llena de vida, con una interesante oferta gastronómica y cultural. De hecho fue el lugar elegido por Robert Redford para crear su ya mítico Sundance Film Festival, que tiene como centro el famoso Egyptian Theatre. El instructor nos juntó a los tres y nos presentó al cuarto integrante de este inverosímil equipo. Ex miembro del equipo olímpico del país, con pelo hasta los hombros y una más que segura actitud, nos miraba como pensando cómo Dios le había puesto enfrente a semejante hatajo de individuos. Nosotros, con cara de santurrones, lo mirábamos embelesados, claro, era nuestra llave a la gloria. Vestidos adecuadamente para la ocasión y con cascos bajo nuestros brazos, escuchamos los datos técnicos. Casi 1400 metros de longitud, más de diez curvas y una velocidad que podría superar los 120 kilometros por hora. Ante cada dato, una sonrisa se nos marcaba en los rostros y les puedo asegurar que no era sólo producida por la alegría. Creo, y hablo por mis compas, que teníamos también una especie de vacío estomacal ante el reto. Sabiendo que esa tarde había otros dos equipos provenientes de otros países, estábamos dispuestos a dejar la bandera bien alta y vender cara nuestra piel. Nos mirábamos a los ojos y nos dábamos fuerzas como si realmente compitiéramos por algo importante, palabras de aliento salían de nuestras bocas. Nos palmeábamos los hombros con gestos de ahora sí, esta es nuestra, vamos loco con todo. Repasábamos nuestras condiciones físicas para saber qué posición tomar en el trineo y quiénes eran los dos que teníamos que ponerlo en marcha ya que ahí prácticamente estaba la llave de la victoria. Y así, con mucha convicción y concentración, nos lanzamos a la pista al grito de ¡aguante c..o! para pulverizar el tiempo rival en una especie de pseudomística olímpica.

Nota de Iván de Pineda. LA NACION
10 de octubre de 2016

(Procesado por Jorge Luis Icardi...)

EL HELADERO QUE QUERÍA HACER PELÍCULAS EN SAVANNAH, (ESTADOS UNIDOS).

El heladero que quería hacer películas

Un negocio centenario en Savannah, EE.UU., dueño de una rica historia familiar. Me encanta conocer la vida y las historias de las personas con las que interactúo cuando viajo. Sobre todo aquellas que me reciben en sus casas, en sus lugares de trabajo. Este encuentro se dio cita en Savannah, Georgia, en el sur de los Estados Unidos. Se trata de una plácida urbe y una de las ciudades mejor conservadas del Sur de Estados Unidos, considerada por muchos la más linda del país. Llegó a ser uno de los puertos más importantes y fue una de las pocas que durante la Guerra de Secesión, que enfrentó a los ejércitos de la Unión y a los Confederados, no sufrió ningún tipo de represalias por parte del bando vencedor, y así pudo atravesar esta conflagración prácticamente en una pieza. De gran belleza, tiene una de las escuadras urbanas más simpáticas del mundo debido a sus más de veinte plazoletas y espacios públicos rodeados de casas construidas entre los siglos XVII y XVIII. También se la conoce por ser la ciudad mas hechizada del país: a su alrededor se encuentran aproximadamente cincuenta cementerios e infinidad de lugares donde los expertos hablan de extraños sucesos paranormales. Fue, además, escenario de diversas películas como Forrest Gump, Cabo de miedo y Medianoche en el jardín del bien y del mal. Por todo esto, Savannah ha sido siempre un lugar para disfrutar al mejor estilo sureño y dejar que el tiempo pase lentamente. Pero volvamos a mi encuentro. Caminando por la calle East Broughton me paré a la altura del numero 212 y leí el las letras sobre la vieja marquesina: Leopold's. Según aquellos a quienes les había preguntado, ésta era una de las mejores heladerías que se podían encontrar y su dueño, una verdadera personalidad. Stratton Leopold me recibió donde prácticamente se crió: en la heladería abierta por su familia en 1919, cuando tres inmigrantes griegos llamados George, Peter y Basil (sus nombres ya anglicanizados) arribaron al país con una vieja receta. Con mucho trabajo y dedicación lograron inspirar la confianza de sus vecinos y en el día de hoy generaciones de ellos llegan hasta sus puertas y hacen fila (que a veces alcanza la esquina) pacientemente para disfrutar de los helados hechos como hace casi cien años. Pero el pequeño Stratton tenía un sueño: el de hacer películas. Y así, entre bochas de helado y un fugaz paso por la escuela de medicina, un día se dio cuenta de su verdadera pasión. Ya una vez detrás del mostrador y como si todavía fuese un joven adolescente, Stratton me hizo probar las recetas y gustos favoritos de su padre. "Claro -dijo-, en esos años un helado salía cinco centavos.". Pero el cine pudo más y de a poco se fue abriendo camino en la industria. Es por eso que en las paredes de la heladería, acompañando entre otras cosas al mostrador de mas de 70 años de antigüedad, podemos ver carteles de las películas que ha producido, entre las que se encuentran: Misión imposible III, El hombre lobo, Tango & Cash, La hija del general y muchas más. Entre los objetos que también se exhiben en la heladería, hay una cámara de cine de enorme tamaño, una Panavision, compañía de la cual fue vicepresidente de producción. Y ver esa cámara es imaginarse al gran John Huston en acción. Al recibir un enorme helado de tutti-fruti, el gusto a probar sí o sí, le pregunté por qué seguía viviendo en Savannah y atendiendo a la clientela regularmente. Me miró, se sonrió, abrió los brazos, señaló el local y respondió: "Querido Ivan, este es el corazón de mi familia. Aquí di mis primeros pasos. Sin esto no hubiese comprendido la noción del trabajo y sobre todo no hubiera tenido la oportunidad de dedicarme a mi pasión, el cine. Aquí empecé y aquí voy a terminar".

 Nota de Iván de Pineda. LA NACION
10 de octubre de 2016.

(Procesado por Jorge Luis Icardi...)

Cuenta conmigo...

Chico Novarro (con Luis Salinas) 1994
https://youtu.be/z9r0sSnPsbc

sábado, 8 de octubre de 2016

DE KATMANDÚ A POKHARA,(NEPAL).

De Katmandú a Pokhara, una carretera surcada por precipicios, curvas y terrenos sinuosos...

Diwakar se aseguró que me despertara temprano y tomara un frugal desayuno para comenzar nuestro periplo en auto de Katmandú a Pokhara, en Nepal.Tan sólo doscientos kilómetros separaban la capital con la tercera ciudad en tamaño del país y cabecera del distrito de Kraski, perteneciente a la zona conocida como Gandaki. El prospecto era inmejorable. Cambiar un poco el aire, salir de la gran ciudad y conocer un valle que comanda una de las vistas más espectaculares del mundo.
La ciudad está ubicada en parte sobre el margen del lago Phewa y, debido al gran incremento de altura de la topografía de la zona en una reducida distancia, pasa prácticamente de un poco más de mil metros a 8000 en una veintena de kilómetros, hace que todo literalmente se te venga a la cara. Y si encima estas vistas están coronadas por dos montañas que forman parte del folklore, no sólo local sino también mundial, mejor todavía. Estoy hablando del Dhaulagiri (deriva del sánscrito, significa "montaña deslumbrante") con 8167 metros de altura y el Annapurna ("diosa de las cosechas"), mito del alpinismo mundial y la montaña más peligrosa para escalar (tal vez con la mayor tasa de mortalidad del mundo). Esto sumado a cuevas, cataratas y la oportunidad de realizar uno de los trekkings más demandantes del mundo era, como ya lo dije y ustedes estarán de acuerdo, un buen prospecto. Pero volvamos a mi despertar en la capital nepalí. El reloj marcaba las seis de la mañana y ya había recibido un par de llamadas de la recepción donde me anunciaban que mi amigo ya estaba allí esperándome con el auto en marcha. En cuestión de minutos, veloz ducha de agua fría y un té en la mano, bajé rápidamente por las escaleras para no ofuscar los humores de Diwakar. Mi impaciente compañero de viaje, como pude observar en mi salida a la calle, miraba su reloj inquieto. Una sonrisa en su rostro al verme me indicó que, o había estado a la altura de sus expectativas, o se regodeaba con mi apariencia: pelo mojado, ojos dormidos, cara de apurado y con la mano libre abrochándome los botones superiores de la camisa. Con Diwakar siempre había dos maneras de ver las cosas. El vehículo que nos esperaba era una desvencijada 4 por 4 noventosa, la cual era motivo de orgullo de Diwakar porque nunca, según él, lo había dejado a pie. De esta manera comenzaba el viaje.
Para nuestras mentes occidentales y citadinas, si hablamos de 200 kilómetros es hablar de un par de horas por una casi lineal carretera. Aquí iba a ser todo lo contrario. Confortablemente sentado en el asiento de acompañante observaba como la ruta se elevaba y enroscaba a medida que realizábamos el camino. El verborrágico Diwakar me explicaba todos y cada uno de los puntos que cruzábamos, como si lo que viniese adelante no importara. El tránsito era copioso. Autos particulares, motos, colectivos y enormes camiones poblaban la angostísima calzada teniendo como límites, por un lado, la ladera de la montaña y, por el otro, dramáticas caídas al vacío con la consecuencia de verme en la necesidad de que cada 50 metros agitara mis brazos pidiéndole atención al camino, lo cual él desmerecía con un movimiento de su mano mientras señalaba alguna particularidad del terreno. Ya ni me acuerdo de cuántas curvas tomamos, cuántos camiones nos soplaron la cara. Tal era la belleza del paisaje que en un momento del viaje me abstraje de lo que sucedía en la ruta. Sabía que todavía nos quedaban más de tres horas de viaje pero estaba maravillado. O me había dado cuenta de que lo importante radicaba en no perderme el increíble paisaje o confiaba ya en la pericia al volante de mi amigo. Con Diwakar siempre había dos maneras de ver las cosas... Apostillas del Licenciado JLI. Fuente: Nota de Iván de Pineda para Revista La Nación, Buenos Aires, Argentina. 18 de marzo de 2016. De la Gran Manzana a Roma y Londres, de El Padrino a Games of Thrones. Por Iván de Pineda. LA NACION. Recientemente llegó a su fin la celebrada serie Game of Thrones y muchos de ustedes, fanáticos de estas laberínticas y atrapantes historias, se quedan pasmados ante los increíbles escenarios naturales que le dan marco al desarrollo del guión. A lo largo de muchos años de viajes me ha tocado recorrer lugares físicos que han quedado impresos en el celuloide de algunas de las escenas mas recordadas de legendarios flicks. Qué les parece si comenzamos por la Gran Manzana, la ciudad de Nueva York, donde cada rincón remite a una historia diferente. De esta manera nos transportamos a las calles de Little Italy y sus inconfundibles calles: Mott st., Mulberry st... Limitante con el barrio chino, este sitio icónico de Manhattan es uno de los centros más importantes de la comunidad italiana inmigrante. Aquí, en El Padrino, de Francis Ford Coppola, llega un joven Vito Corleone, interpretado por el genial Robert de Niro, buscando cambiar el rumbo de su vida o, como le decían los que cruzaban el Atlántico, intentando hacer la América. Muchas de sus calles no han cambiado nada en las últimas décadas y las decenas de restaurantes, panaderías e iglesias le dan ese toque tan propio ítaloamericano, con voces estentóreas que suenan por lo alto, con ese característico acento. Cuando uno camina por esas calles, los simpáticos gritos de los mozos conminan a entrar por un plato de pasta. Nada como sentarse en una pequeña cafetería para disfrutar un tradicional cannoli siciliano y escuchar al gran Luciano Pavarotti y al enorme Caruso. Cambiamos rápidamente de escenario, como si pudiésemos teletransportarnos, y llegamos a la ciudad eterna, Roma. Ya me hubiera gustado ser por unos segundos Marcello Mastroianni a bordo de su descapotable y perderme en la mirada de la majestuosa sueca Anita Ekberg -actriz fetiche del magistral Federico Fellini-, con el agua por las rodillas en la Fontana di Trevi. Roma tiene ese encanto de ser absolutamente timeless, al contrario de la Gran Manzana, que necesita ser vertiginosa. Muchas veces en mi visitas a esta ciudad me he acercado a los sitios mas visitados y populares de la ciudad recién entrada la madrugada en los meses de primavera. Les puedo asegurar que de hacer lo mismo se encontrarán hipnotizados por la quietud de la belleza. Me traslado a Londres, donde Sherlock Holmes siempre fue y sigue siendo uno de mis favoritos de todos los tiempos. Me acuerdo de esa primera escena de ciertas películas filmadas hace más de medio siglo, con la silueta del Parlamento y el Big Ben escondidos bajo una fuerte bruma (en realidad producto del humo de carbón de las chimeneas). Puedo acordarme de los gestos de Basil Rathbone personificando al ilustre detective, y sobre todo rememorar con exactitud la primera vez que me paré enfrente de 221b Baker Street. Era una de mis primeras visitas a la capital inglesa. Un simple adolescente con la sonrisa mas grande jamás vista. Pero volviendo a Game of Thrones y sus escenarios, no importa cuán fantasiosa o lejana la historia sea. Cuán real o ficticia. Cuán cruel o bondadosa sea. Las historias han sido ubicadas muchas veces en lugares que existen, que son tangibles. Por eso siempre que viajo me hago un espacio para conocer estos inolvidables escenarios, donde puedo imaginar a esos genios de la pantalla. Para mí, es una inmejorable forma de seguir soñando despierto. Nota de Iván de Pineda.La Nación. Procesado por Jorge Luis Icardi. 8 de octubre de 2016. De Katmandú a Pokhara. Una carretera surcada por precipicios, curvas y terrenos sinuosos. Diwakar se aseguró que me despertara temprano y tomara un frugal desayuno para comenzar nuestro periplo en auto de Katmandú a Pokhara, en Nepal.Tan sólo doscientos kilómetros separaban la capital con la tercera ciudad en tamaño del país y cabecera del distrito de Kraski, perteneciente a la zona conocida como Gandaki. El prospecto era inmejorable. Cambiar un poco el aire, salir de la gran ciudad y conocer un valle que comanda una de las vistas más espectaculares del mundo. La ciudad está ubicada en parte sobre el margen del lago Phewa y, debido al gran incremento de altura de la topografía de la zona en una reducida distancia, pasa prácticamente de un poco más de mil metros a 8000 en una veintena de kilómetros, hace que todo literalmente se te venga a la cara. Y si encima estas vistas están coronadas por dos montañas que forman parte del folklore, no sólo local sino también mundial, mejor todavía. Estoy hablando del Dhaulagiri (deriva del sánscrito, significa "montaña deslumbrante") con 8167 metros de altura y el Annapurna ("diosa de las cosechas"), mito del alpinismo mundial y la montaña más peligrosa para escalar (tal vez con la mayor tasa de mortalidad del mundo). Esto sumado a cuevas, cataratas y la oportunidad de realizar uno de los trekkings más demandantes del mundo era, como ya lo dije y ustedes estarán de acuerdo, un buen prospecto. Pero volvamos a mi despertar en la capital nepalí. El reloj marcaba las seis de la mañana y ya había recibido un par de llamadas de la recepción donde me anunciaban que mi amigo ya estaba allí esperándome con el auto en marcha. En cuestión de minutos, veloz ducha de agua fría y un té en la mano, bajé rápidamente por las escaleras para no ofuscar los humores de Diwakar. Mi impaciente compañero de viaje, como pude observar en mi salida a la calle, miraba su reloj inquieto. Una sonrisa en su rostro al verme me indicó que, o había estado a la altura de sus expectativas, o se regodeaba con mi apariencia: pelo mojado, ojos dormidos, cara de apurado y con la mano libre abrochándome los botones superiores de la camisa. Con Diwakar siempre había dos maneras de ver las cosas. El vehículo que nos esperaba era una desvencijada 4 por 4 noventosa, la cual era motivo de orgullo de Diwakar porque nunca, según él, lo había dejado a pie. De esta manera comenzaba el viaje. Para nuestras mentes occidentales y citadinas, si hablamos de 200 kilómetros es hablar de un par de horas por una casi lineal carretera. Aquí iba a ser todo lo contrario. Confortablemente sentado en el asiento de acompañante observaba como la ruta se elevaba y enroscaba a medida que realizábamos el camino. El verborrágico Diwakar me explicaba todos y cada uno de los puntos que cruzábamos, como si lo que viniese adelante no importara. El tránsito era copioso. Autos particulares, motos, colectivos y enormes camiones poblaban la angostísima calzada teniendo como límites, por un lado, la ladera de la montaña y, por el otro, dramáticas caídas al vacío con la consecuencia de verme en la necesidad de que cada 50 metros agitara mis brazos pidiéndole atención al camino, lo cual él desmerecía con un movimiento de su mano mientras señalaba alguna particularidad del terreno. Ya ni me acuerdo de cuántas curvas tomamos, cuántos camiones nos soplaron la cara. Tal era la belleza del paisaje que en un momento del viaje me abstraje de lo que sucedía en la ruta. Sabía que todavía nos quedaban más de tres horas de viaje pero estaba maravillado. O me había dado cuenta de que lo importante radicaba en no perderme el increíble paisaje o confiaba ya en la pericia al volante de mi amigo. Con Diwakar siempre había dos maneras de ver las cosas...

Nota de Iván de Pineda.La Nación
8 de octubre de 2016

(Procesado por Jorge Luis Icardi...)
  

GUITARRAS Y BOAS EN NASHVILLE, (ESTADOS UNIDOS).

En Nashville, un coleccionista unió su pasión por la música y su vocación de zoólogo. "Las vueltas de la vida", me dijo George. Este verdadero personaje me recibió en la entrada de su negocio de Nashville, en el estado de Tennessee. Esta ciudad de 700.000 habitantes es la capital del estado, y fue considerada durante mucho tiempo la Atenas del Sur, por sus instituciones educativas y construcciones. Tal es así que para la celebración del centenario del estado se construyó una réplica exacta y a escala del Partenón ateniense, donde hoy, en su interior, se ve una copia de la estatua de Atenea Partenos, obra original del gran Fidias. También Nashville es una de las mecas de la industria de la música en los Estados Unidos (se dice que quien quiere ser actor va a Hollywood y quien quiere ser músico llega aquí), por lo cual se la denomina Music City.
Con una importante proliferación de compañías discográficas y famosos honky tonks, bares con música en vivo distribuidos la mayoría de ellos sobre la calle Broadway, es imposible escaparle al sonido, ya que no importa a qué hora del día uno camine por la ciudad siempre se va a encontrar con alguien, guitarra en mano, dando un show, ya sea en la calle, restaurante, bar u hotel. Esta ciudad es también el hogar de uno de los estudios de grabación míticos de la industria de la música: el Studio B de la compañía RCA. En este templo de la música grabaron algunos de los nombres más importantes de la industria, entre ellos dos gigantes: Elvis Presley y Johnny Cash. Por ende, no fue sorpresa cuando me dijeron que si me gustaba la música, lo tenía que conocer a George, que me esperó casi al filo del cierre de su tienda de guitarras. Se preguntarán qué tiene de especial esta tienda de guitarras en Nashville: todas pueden tener algo diferente, pero ninguna como la de George. Con una remera gastada, pantalones cargo, sandalias y el pelo atado en colita, George, zoólogo de vocación y estudio, posee una de las colecciones privadas de guitarras más importantes del mundo. Para completar su introducción, basta decir que Eric Clapton es uno de sus clientes vip, así que estaba expectante por lo que podía suceder... En las paredes no había un solo espacio vacío: el mundo de las cuerdas se veía casi totalmente representado, guitarras, bajos, banjos, mandolinas. Todo impecablemente colgado mediante soportes. Pero lo mejor estaba en el tercer piso. Aquí estaba su sacrosanto. Lo mejor de su colección se hallaba en esa pared. Y ni les quiero hablar de los precios de algunos de sus ítems, con guitarras valuadas en más de medio millón de dólares. Con devoción hablaba de cómo fue que una simple vuelta de la vida lo había llevado a comenzar hacía casi cincuenta años con su colección. De pequeño y ya un zoólogo en ciernes, llevaba todo tipo de alimañas a su casa.
Su madre y su padre, psiquiatras de profesión, le regalaron su primera guitarra tratando de que el niño dejara de convertir su casa en un zoológico, lo cual se plasmó en las paredes cargadas de cada instrumento que veía. Pero mientras me contaba esto se rio como un verdadero chiquillo y me invitó a pasar a su oficina. Aquí, entre más mandolinas, guitarras y banjos, George no se había olvidado de su primer amor: transformó este espacio en una gran colección herpetológica. En las paredes, en el piso, donde hubiera lugar, peceras de todos los tamaños contenían una muestra de algunas de las especies de serpientes más raras y exóticas del mundo, siendo la reina una inmensa boa constrictor que nos observaba seriamente desde el otro lado del cristal. El universo animal y el musical, conviviendo en Nashville, un lugar fascinante.

  Nota de Iván de Pineda. LA NACION

(Procesado por Jorge Luis Icardi...)

CATEDRAL DE COLONIA, (ALEMANIA).

Catedral de Colonia, una edificación que atesora reliquias mágicas

Desde Deutz se la ve como la gran mole que es. La vista a través del río Rin es una inmejorable postal del lugar más visitado de Alemania. Mientras Mathias me explicaba un sinfín de cuestiones que tienen que ver con el desarrollo y crecimiento de la ciudad, le prestaba realmente poca atención ya que no podía dejar de admirar uno de los edificios más emblemáticos del país: la Catedral de Colonia.
Su nombre completo es Iglesia Catedral de San Pedro, una de las más grandes del mundo y que, sorprendentemente, tomó cientos y cientos de años completarse. Comenzó a construirse en el siglo XIII, allá por el año 1248, y la obra siguió casi ininterrumpidamente hasta casi finales del siglo XV, cuando se suspendieron los trabajos y quedó inconclusa por más de 400 años, cuando de manera fortuita se encontraron los planos originales y se decidió completar el trabajo comenzado siglos y edades atrás. Con Mathias ya habíamos comenzado nuevamente nuestra caminata a lo largo del río Rin para cruzar nuevamente hacia el Aldstadt, en el centro de la ciudad, y nuestra charla vagaba por la importancia de este curso de agua europeo que conecta importantes ciudades y países, es una de las cuencas industriales más importantes del mundo y es una frontera natural entre Francia y Alemania. Nuestro derrotero y charla fluía libremente sin parar y recorriendo una ruta que, si bien no era incierta, resultaba aleatoria para cruzar el río. Entre muchos de los cuentos, anécdotas e historias, una de las que más se destaca tiene que ver con uno de los productos más vendidos en el mundo y de uso cotidiano: la famosa Agua de Colonia. Sí, de aquí proviene este perfume creado por un inmigrante italiano en el siglo XVIII, el cual, hoy en día, se ha transformado en uno de los íconos de la ciudad. Esta charla ya nos había llevado al otro lado del río y nos movíamos por el centro histórico de la ciudad, lentamente y admirando los edificios, en su gran mayoría reconstruidos después de la Segunda Guerra Mundial. La Hohe Strasse o Calle Alta desde tiempos romanos fue la calle principal de la ciudad, y ese día lo demostraba en todo su esplendor: tiendas, negocios, panaderías, restaurantes y bares (siendo Colonia la ciudad con más bares por ciudadanos de toda Alemania) repletos de alegres personas que disfrutaban de la reciente finalización del invierno, vistiendo livianos hábitos, acostumbrados al frío que todavía venía del Norte, mientras yo había decidido, por suerte, llevar una campera que no me salvaba de tiritar un poco cuando soplaba una ráfaga más fuerte de lo habitual. Ya estábamos a poco más de una centena de metros de la Catedral y Mathias había prometido que me iba a sorprender. "Hay algo que tiene este lugar, me contaba, difícil de explicar. Ha sido durante tanto tiempo un punto de referencia urbano, un foco de estudio y un refugio para muchos. Puedo asegurar, seguía reflexionando, que Colonia es la Catedral y la Catedral es Colonia, porque durante casi mil años, la historia de una es la historia de la otra." Y fue así. Ante mí se alzó esta mole gótica, con sus torres en espiral subiendo 157 metros al cielo, con sus ventanas y arbotantes, la campana de San Pedro (que pesa 24 toneladas) y una última y simpática sorpresa que automáticamente me llevó a los tiempos de mi niñez: las reliquias de los Reyes Magos, supuestamente traídas aquí por Federico I Barbarroja. Así que no hice más que entrar y me perdí en sus inmensas naves centrales.

Notta de Iván de Pineda. LA NACION
8 de octubre de 2016

(Procesado por Jorge Luis Icardi...)

miércoles, 5 de octubre de 2016

Funes, el memorioso - Autor: Jorge Luis Borges

Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887… Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo —género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño: Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres; “Un Zarathustra cimarrón y vernáculo”; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.
 Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco. Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad. Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y .vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.
 Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.
 Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj. Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O’Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.
 Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el “cronométrico Funes”. Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado tullido, sin esperanza. Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en.la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado… Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.
 No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De viris illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, “del día siete de febrero del año ochenta y cuatro”, ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, “había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó”, y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario “para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín”. Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum de Quicherat. y la obra de Plinio:
 El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba “nada bien”. Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaban el Gradus y el primer tomo de la Naturalis historia. El “Saturno” zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.
 En el decente rancho, la madre de Funes me recibió. Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de esa noche, supe que formaban el primer párrafo del vigésimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron ut nihil non usdem verbis redderetur auditum.
 Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando. Me parece que no le vi la cara hasta el alba; creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.
 Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos de memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
 Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.
 Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos in—mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.
 La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando..
 Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, gas, la caldera, Napoleón, Agustín vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas muy complicadas...
Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario a un sistema de numeración. Le dije decir 365 tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.
 Locke, siglo XVII, postuló (y reprobó) idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
 Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas. No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez. Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el fondo del río, mecido y anulado por la corriente.
 Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
 La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.
 Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.
 Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.